Por José Alberto Sánchez Nava
“En un país donde la justicia se ausenta, la palabra se vuelve resistencia.”
- La frontera del hartazgo
México llegó a un punto en el que el silencio dejó de ser prudencia para convertirse en complicidad. Lo que antes era indignación aislada hoy es un rumor creciente que recorre las calles, las aulas y las redes; un rumor que anuncia que la paciencia se agotó. Cada asesinato, cada desaparición, cada mentira oficial, es una grieta más en el muro de un sistema que ya no puede sostenerse.
El poder Ejecutivo ha cruzado la línea de la indiferencia: transformó el dolor en cifra y la tragedia en relato político. Pero la historia enseña una ley inmutable: a toda acción corresponde una reacción de igual intensidad, aunque en sentido contrario. El 15 de noviembre no será una fecha más en el calendario: será el día en que la nación despierte de su anestesia, el instante en que el país mire de frente su propio cansancio.
- El país sin derecho
México se ha convertido en una república de la desconfianza. En Michoacán, un alcalde cayó por ejercer su deber con dignidad; en Guerrero, los pueblos se gobiernan a sí mismos porque el Estado renunció a hacerlo; en Zacatecas, el miedo dicta la hora de dormir; en Chiapas, los desplazados caminan sin destino y sin nombre.
El Ejecutivo observa desde la distancia, los gobernadores pactan su sobrevivencia, y los tribunales parecen templos sin fe. En este escenario, la ley ya no protege, la justicia ya no consuela y la autoridad ya no inspira. Lo que queda es un país donde los ciudadanos se defienden con la palabra, porque el derecho —esa promesa de orden y esperanza— ha sido sustituido por la arbitrariedad.
- El discurso de la negación
Frente a la tragedia, el poder responde con negación. Donde hay protesta, ve manipulación; donde hay dolor, sospecha conspiración. La narrativa oficial es una farsa que culpa al pueblo de su propio sufrimiento. No hay gesto más perverso que convertir la indignación en delito moral.
En México, las víctimas deben justificar su dolor, los periodistas su valentía, los jóvenes su esperanza. Se les pide paciencia a quienes ya lo han perdido todo. Pero el país está despertando, y con él, una generación que no conoció los miedos del pasado, pero que carga sobre sus hombros las consecuencias del presente.
- El 15 de noviembre: el eco del país dolido
Ese día, las calles no tendrán dueño. Desde Tijuana hasta Mérida, de Chihuahua a Oaxaca, el país entero será un solo cuerpo herido que se niega a morir. No habrá colores ni consignas partidistas, sino un eco común: verdad, justicia y memoria.
Las madres caminarán con los rostros de sus hijos colgados al pecho; los periodistas alzarán la voz por los que ya no pueden escribir; los estudiantes marcharán no por ideología, sino por conciencia. En Morelia y en Uruapan, el nombre de Carlos Manzo resonará como símbolo de la dignidad que el poder no pudo comprar ni el miedo silenciar. Su muerte no será en vano: será el emblema de una generación que no pide permiso para existir.
- Los efectos del despertar
El 15 de noviembre marcará el inicio de una nueva forma de ciudadanía. No será una revolución de fuego, sino de conciencia; no un estallido de odio, sino de claridad moral.
El poder intentará descalificarla, reducirla o banalizarla, pero no podrá contener la fuerza de una sociedad que ha aprendido a mirarse a los ojos. Porque cuando el pueblo se levanta, el discurso oficial se desmorona, y cuando la esperanza se organiza, el miedo pierde autoridad. México ha llegado a su punto de inflexión: ese en el que la dignidad pesa más que el miedo, y la palabra se convierte en el único acto de resistencia posible.
- La línea que no se regresa
Un Estado que permite que sus ciudadanos mueran sin justicia ha renunciado a su propia legitimidad. El poder ha cruzado la línea de la indiferencia, y ya no hay retorno.
El 15 de noviembre no será un final, sino un comienzo. Será el recordatorio de que el silencio no nos ha protegido, que la impunidad no nos ha salvado, y que la esperanza, aunque herida, sigue viva. Porque en México la palabra aún resiste, y cuando la justicia se ausenta, el pueblo escribe —con su voz y con su memoria— el destino que el poder le negó.



