Cuando queremos juzgar los procederes de los políticos de acá, del trópico húmedo, del modelo Metepec, con las pautas de comportamiento que aportan brillantes analistas extranjeros para aquellos entornos, nos llevamos desagradables sorpresas.
Casi nunca alcanzan a comprender el tamaño de las conductas francamente antisociales y lesivas que observan nuestros próceres nativos. Muchas veces, las teorías son rebasadas en impetuosidad y atrevimiento, tanto que resultan lastimosamente cortas.
Por ejemplo, en el campo de la sociología, Máx Weber hace la diferencia entre el científico y el político, atribuyéndole al primero un comportamiento racional y objetivo; al segundo, uno emotivo y subjetivo. Es demasiado generoso.
Para Aristóteles, lo político define al hombre en general. Para Platón, el político es un pastor de rebaños. Castoriadis lo define como un pragmático puro. El Bhagavad-Gitá le confiere el mantener el equilibrio. Puro candor.
Demasiado cierto para ser verdad. Nos parece más cercana a nosotros la corriente analítica que explica a la política como un sistema de simulaciones. La estrategia de la apariencia, de la pretendida seducción; la sustitución de la realidad por la virtualidad.
La modernidad nace como concepto estético, concebido por los poetas malditos. Baudelaire, el mayor de ellos. Representa la experiencia del trastrocamiento urbano, la sensación de suspensión de valores, de transformación y demolición de instituciones.
La simulación es clave para entender nuestra rupestre realidad política.
En El crimen perfecto, Jean Baudrillard escribe: “Esto es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad… si no existieran las apariencias, el mundo sería un crimen perfecto, sin criminal, motivación ni huellas”.
En el horizonte de la simulación, no sólo ha desaparecido el mundo sino que ya ni siquiera puede ser planteada la pregunta sobre su existencia. La verdad se ha resuelto presentando su apariencia de ser.
El simulacro define lo verdadero y lo falso, lo real y lo irreal. El sentido desafortunado de todos los empeños serios por progresar o por exigir que se actúe con honradez, decoro, siquiera con sentido de la proporción.
El simulador, un charlatán, un defraudador
La simulación política es el tipo de sustitución, de impostura, que rompe todas las reglas de lo permisible entre la sociedad y sus dirigentes. El embaucador, el charlatán, el defraudador, es aquel que actúa sobre la masa inane, indefensa o apática.
La mediocridad está asociada a la personalidad del político de este corte. No se requiere gran talento, ni una condición moral, ni sabiduría, mucho menos compromiso. Todo puede convertirse en un obstáculo para su “gran misión”.
Personajes desvalidos de atributos, dedicados a la pretensión desolada de la dominación absoluta, catapultados a la cumbre borrascosa del poder. Así los retrata Augusto Roa Bastos en Yo, el supremo o el Nobel Miguel Ángel Asturias en El señor presidente.
Cuando el personaje sin mayores pretensiones se ve sometido, puesto a prueba en las altas atmósferas del poder, se desencadena algo fisiológico, convirtiéndolo en alguien que disfruta del deseo de dominio, por la obsesión misma.
Cuando se produce esa complacencia enfermiza por el deleite y el deseo de poder, la persona ha cambiado, es otra. Es el nuevo prócer . La disposición compulsiva al poder y a la dominación lo aleja de los mortales y lo acerca a los dioses y, claro, también a los demonios.
La ceremonialidad del poder, sus climas, su territorio institucional, lo llevan tan lejos que lo desconectan de la realidad, por lo menos de aquélla a la que se dirige y por la que supuestamente actúa. Lo que dice es siempre La Verdad, cueste lo que sea.
En esa vorágine, lo que dice siempre es legítimo, aunque esta calificación devenga de las catacumbas de la objetividad burocrática del poder, aquélla que se construye con informes, descripciones estatales, estadísticas oficiales, por periquillos a sueldo, sin ninguna comprobación ni asidero.
El político embelesado con estos influjos siempre encuentra argumentos convincentes, aunque cueste sostenerlos empíricamente. Puede convencerse de ideas y proyectos claramente destructivos. En su cabeza sólo cabe un proyecto de vida: el suyo.
Siempre existirá a la mano una verdad “superior”, si no es la razón de Estado, es la necesidad del “impostergable” desarrollo, una estrategia histórica o una jugada geopolítica elaborada para articular el gran jalón. Todos se vuelven “estadistas” y deben comparecer sólo ante “el tribunal de la historia”.
¡Si no le aplauden, para todos tiene!
El simulador es por naturaleza, cauteloso. Le gusta publicitarse en los diarios y en la pantalla cual pensativo, reflexivo, mostrarse como sabio, como alguien que se detiene a meditar antes de tomar la gran decisión o alguna palabra de aliento. Cuando no hay eco, se escuda en el golpe de la fuerza.
Otras veces, prefiere amenazar, mostrarse como un castigador, ser inflexible, manifestar su determinación implacable de fustigar al que no obedece. Fustigar, ¡una palabra que inspira melancolía!
El simulador llaga a diferenciar los distintos escenarios con alguna sutileza. Tiene un discurso distinto para cada ocasión; busca agradar a todos con distintas respuestas, aunque en el fondo todas sean contradictorias. El es el despropósito encarnado.
No importa que en un lugar diga una cosa y en otro lugar otra. Lo importante es sólo acumular convencidos, someterlos a su telaraña, controlarlos. Se compara con un gran “tejedor”, aunque no sepa que su tejido acaba pareciendo un embrollo.
Lo que importa es su propio auto-convencimiento; se construye una imagen propia, satisfactoria, podría decirse “narcisa”. La imagen que tiene de sí mismo la llega a comentar hasta en público, en cualquier ocasión imprevista. Si es en su pueblo, mejor.
Los que no se dan cuenta de sus sacrificios, son los mortales, piensa. Porque no tienen el privilegio de su perspectiva, de ver varios panoramas. Por eso dice que todo depende de cómo se mire, de qué panorama se trata, regional o mundial. ¡Si no le aplauden, para todos tiene, sólo hay que escoger!
Él es el gran sacrificado. Su renuncia a la vida privada, sólo es para concederle breves lapsos marginales, donde tampoco deja de gesticular y actuar. Dónde vaya, ante quien esté, nunca deja de ser un mediocre actor. El cineasta Werner Herzog tuvo que recordarle en una película que “También ellos habían sido pequeños”.
Anticorrupción: La apariencia suplanta a la realidad
Son sólo predestinados que se inclinan al enriquecimiento privado, beneficiándose de circuitos de influencia, redes clientelares, mecanismos de extorsión y chantaje, prácticas de corrupción sin tope. Los predestinados no pueden tener escrúpulos, menos cuando son descubiertos.
Sus operadores, que hacen el trabajo sucio, deben estar convencidos de lo mismo. Su papel de desechables y “fusibles” los hace peligrosamente cercanos a ser tomados como chivos expiatorios. Todo por salvar a las altas jerarquías. Porque también el pueblo merece el beneficio de la duda al haber elegido mal.
Los “fusibles” saben bien lo que puede pasarles, por ello son extravagantemente leales, grotescamente aduladores, como una táctica para posibilitar la perduración en la libertad, y en el poder. La gran masa de su burocracia “operativa” se apega a su conducta de sumisión.
Convierten a la sociedad en un gran circo no sólo de la simulación política, sino de todas las formas de suplantación posibles, de metonimias sin fin, es decir, la retórica suplantando al significado. Importa publicitar la mercancía, no su calidad. Randolph Hearst lo dijo: “lo importante es vender el periódico, no decir la verdad”.
La aprobación del Sistema Nacional Anticorrupción abona en este sentido. La apariencia suplanta a la realidad. No puede haberlo, si se nombran al frente del fortalecido Tribunal Fiscal de Justicia Administrativa a los truhanes Javier Laynez Potizek y Julián Olivas, el concuño. Vaya mancuernita, ¡destinada a que no se sancione a nadie de allá, del rumbo!
No puede haber sistema anticorrupción si el fuero es intocable, si no hay retroactividad en función del interés público, para juzgar a los que ya delinquieron. Es agua de borrajas creer que presentar la declaración de intereses va a refrenar los ilícitos del presupuesto.
Estamos ante simuladores de todo género: el “catarrito” Carstens, que estamos preparados para la tormenta financiera; el virrey Videgaray, amenazándonos a sufrir en carne viva sus aberrantes errores y corruptelas; Alfredo Castillo, un criminal, en el deporte; Claudia Pavlovich, una simuladora, queriendo gobernar Sonora; los narcos manejando las aduanas de la frontera sur; el sustituto de Korenfeld, su compinche Ramírez. Simulación la de Lozoyita que promete una producción de tres millones de barriles diarios para el 2018, ¡cuando él ya no esté al frente de Pemex! Nadie tiene la culpa en Ficrea; ¡todo pagaremos con nuestros impuestos los errores de González Aguadé, ¡el de la libreta con las más caras call girls de todo el mundo!
¡El circo de la simulación total!
Índice Flamígero: Muy informado del tema, El Poeta del Nopal nos hace llegar su valioso epigrama sobre la (enésima) Ley Anticorrupción: “Lo admiten desde el poder: / es un tema casi humano, / un ejercicio malsano /
difícil de resolver; / si se niegan a poner / la basura en su lugar, / muy pronto habrán de notar / que la corrupción no mengua / pues se les traba la lengua / ¡con el verbo carrancear!”
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por culpa de la corrupción el 90 % de las compras, acuerdos, decisiones, pagos y sueldos del gobierno (a todos niveles) son operaciones INFORMALES.
Vivimos en un estado de Informalidad, no de Derecho. ¿Que no habrá abogados que puedan documentar esta situación y proceder a demandar según el juramento que los delincuente-políticos hacen al tomar posesión de sus botines ( perdón: de sus puestos)?.
Aun cuando se trata de un artículo escrito y documentado en prosa llana, que se explica por sí mismo, el lector está en plena libertad de hacerle seguimiento puntual, analizando las llamadas “reformas estructurales” y las políticas públicas del director y consejeros atrincherados detrás de PEMEX.