Este viernes se anunció un miserable aumento de poco menos de tres pesos diarios (menos de 90 pesos al mes) al salario mínimo nacional. Esta cifra no sirve para un boleto del Metro, para pagar un pasaje de camión ni para medio kilo de tortillas.
Como habíamos anticipado, de nada sirvió la tan cacareada “desindexación” de este injusto corsé que contraviene el mandato constitucional en el sentido de que el salario debe ser suficiente para satisfacer las necesidades materiales, sociales, educativas y culturales de una familia. Al parecer, en México seguirá haciéndose lo indecible para que ello no sea así.
La famosa “desindexación” no es otra cosa que dejar de utilizar el salario mínimo como referencia económica y el ofrecimiento de que ésta será la panacea para devolver el poder adquisitivo arrebatado a los trabajadores durante los últimos 35 años.
Esta semana el jefe de Gobierno del DF, Miguel Ángel Mancera, quien ha tomado la bandera del adecentamiento del estipendio, dijo que solicitará que el salario mínimo se fije en poco más de 86 pesos diarios, lo que representaría un aumento de poco más del 20 por ciento en relación con los mínimos recién aprobados para 2016. Un ajuste de esta magnitud sigue estando lejos de resolver el problema. Sin embargo, es a todas luces mejor que los escasos tres pesos autorizados por la inefable Comisión Nacional de los Salarios Mínimos.
Por supuesto, algunos patrones miserables, en connivencia con autoridades de gobierno, se defienden con uñas y dientes de cualquier intento de pagar salarios justos y, como es su costumbre, alegan que para otorgar un aumento mayor a tres pesos debe elevarse la productividad de los trabajadores.
Trabajo poco apreciado y pésimamente pagado
El salario en México es algo tan barato que quien lo paga menosprecia lo que puede hacer una persona a cambio de él. Así, es frecuente encontrar en estacionamientos automatizados a personas que oprimen el botón para obtener el boleto de entrada y entregarlo al conductor de un auto o introducen el dinero que les entrega el propio conductor —igualmente en equipo automatizado— para pagar.
También en bancos, en establecimientos de servicios como televisión por cable y las oficinas de la Comisión Federal de Electricidad, sólo por citar algunos, se tiene a una o más personas a cargo de la expedición de fichas de turno, el control de las “colas” en los cajeros automát5icos y un larguísimo etcétera.
En contraste, las empresas que ofrecen servicios de vigilancia y limpieza someten a sus empleados a extenuantes tareas y jornadas a cambio de entre uno y tres salarios mínimos (2,000 a 6,000 pesos), mientras cobran por estos servicios tres o cuatro veces más a quienes sacan el bulto a la contratación directa para no permitir que los trabajadores adquieran derechos de antigüedad.
Sin duda, es importante que cada trabajador tenga una tarea que le resulte satisfactoria y, en la medida de lo posible, lo estimule para mejorar en lo individual y en lo profesional, de manera que sea cada vez más eficiente. En compensación, su contribución a la producción debería ser generosamente remunerada, de modo que se establezca lo que los propios empresarios llaman un “círculo virtuoso” y contribuya a mejorar la “calidad de vida” del empleado y de su familia.
Volviendo a la exigencia de que mejore la productividad como requisito para pagar salarios decorosos, cabe preguntarse cómo puede elevar su productividad una persona dedicada a faenas como la limpieza de baños y otros trabajos que nadie quiere hace, o de qué manera pude elevarse la productividad de quien tiene como función entregar fichas en un banco u oprimir el botón que expide los boletos en los módulos automatizados de los estacionamientos.
Remuneraciones que dependen de la voluntad ajena
Mención aparte merecen los puestos de trabajo que son remunerados “voluntariamente” por los consumidores. Tales son los casos de los llamados empacadores voluntarios, que cuando eran niños se conocían como cerillos, y que han cedido su lugar a hombres y mujeres de la tercera edad; el de los empleados que, en los Samborn’s y otros comercios cortan las toallas de papel y están a la espera de la propina de quienes utilizan este servicio; los famosos “viene, viene”, que sobreviven a la colocación de parquímetros y a las amenazas del delegado en turno y que siguen imponiendo su ley —y sus abusivas tarifas— en diversos rumbos de la Ciudad de México y, por supuesto, los del “camión de la basura”, que cobran cuota fija por este servicio gratuito en condominios, oficinas y casas particulares. Ciertamente están muy mal pagados, pero quien menos culpa tiene de ello es el ciudadano común.
Las conquistas laborales, letra muerta
Causa zozobra constatar que las injusticias laborales que encendieron la mecha de la Revolución Mexicana están reeditándose a principios de este siglo. Desgraciadamente, hoy como entonces, aquellos contra quienes el pueblo se levantó en armas no acusan recibo del hartazgo y del enorme riesgo de un estallido social que significa cerrarle todas las salidas a la gente honrada que sólo tiene su fuerza de trabajo para sacar adelante a su familia y contar un patrimonio mínimo que le dé cierta certeza.