Por Aurelio Contreras Moreno
Este martes 1 de marzo, el testimonio de un nuevo policía estatal de Veracruz detenido por la desaparición de cinco jóvenes en el municipio de Tierra Blanca, confirmó lo que de cualquier forma ya se sabía: los muchachos fueron asesinados por los sicarios a quienes se los entregaron.
De acuerdo con lo declarado por el octavo policía estatal detenido, Rubén Pérez Andrade, los cinco jóvenes fueron asesinados e incinerados en el rancho El Limón, propiedad de un presunto jefe de plaza del crimen organizado.
Esta información fue dada a conocer desde el lunes 29 de febrero a los padres de los jóvenes por parte de las autoridades que llevan las investigaciones, encabezadas por el subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, Roberto Campa Cifrián.
Aún con este testimonio, los padres quieren continuar con la búsqueda de lo que se pueda encontrar de los restos de sus hijos, doloroso martirio sólo comparable a la impotencia causada por la ausencia de justicia que campea en el país, aunque con particular énfasis en el estado de Veracruz por sus niveles de monstruoso cinismo.
Porque la única diferencia entre la tragedia de Tierra Blanca con la de Ayotzinapa, además de la amplia cobertura mediática y política que se le ha dado a ésta última, es el número de personas desaparecidas y muy probablemente asesinadas. De ahí en fuera, las características de ambos sucesos son muy similares: policías que detienen a un grupo de jóvenes y que después los entregan a los grupos delincuenciales de la región, que no dejan rastro de ellos. El Estado mexicano, a través de sus representantes en los cuerpos de seguridad, siendo cómplice de crímenes aterradores.
Pero mientras el caso de los normalistas de Ayotzinapa provocó en Guerrero la caída de un alcalde -José Luis Abarca, hoy preso- y de un gobernador -el impresentable Ángel Aguirre-, en Veracruz por el caso Tierra Blanca apenas y se ha consignado ante las autoridades a los autores materiales de los delitos señalados, los policías estatales y su jefe directo, el delegado de la Secretaría de Seguridad Pública en la zona.
Además, tras la desaparición de los cinco, muchas otras familias levantaron la voz para denunciar prácticas similares en las que sus seres queridos fueron “levantados” y desaparecidos por la autoridad. No hay respuestas ya no digamos satisfactorias, sino al menos verosímiles.
En Veracruz es impensable que se le finquen responsabilidades políticas y penales a quienes han incumplido reiteradamente con el encargo de brindar seguridad a la población, como lo es en primer término el titular del ramo, Arturo Bermúdez Zurita. En más de una ocasión lo ha declarado el gobernador Javier Duarte: primero se va él que su secretario de Seguridad Pública. Y la semana pasada, por poco y se la cumplen.
En el ocaso del régimen que lo mal gobernó durante dos sexenios, en Veracruz brota la muerte de la tierra. Pero todavía se atreven a decir que tienen las manos limpias.
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