Espero que mi embuste sea más creíble que algunos presentados por las autoridades bajo la tutela de Felipe Calderón.
El engaño
La mañana de aquél enero era especialmente fría. Cómo extrañaba la calidez de los amaneceres de abril. La vi venir con pasos largos y a la vez sentí la forma casi agresiva con que me recorría todo, con movimientos rápidos y con el entrecejo cerrado casi apretado como queriendo encontrar algo en mí que ni ella misma sabía qué podría ser. Pero ni eso me hizo dudar ni un segundo de mi seguridad. Me sabía atractivo, mi línea deportiva, mis rines, mis faros e incluso mi quemacocos me hacían más que deseable por doquier que rodara o detuviera.
Tras de esa figura femenina siempre ágil e impaciente escuché la algarabía infantil. Aquéllos chicos eran los responsables de todos los ajustes que se me hacían según su ahora conductora.
Ella cálida y con el tacto que tenía con todos los que ahora me abordaban e incluso con todos con quienes trataba, me condujo hasta el colegio de los niños cautelosa pero observándome inquisitiva ahora por dentro, con tal escrutinio que sin saber por qué, me sentí acosado, hasta culpable.
En el trayecto de regreso a casa y ya sola al volante, la escuché murmurar, maldecir y hasta gritar. Incluso sentí una rabia contenida cuando con el puño cerrado golpeó varias veces mi volante y sin más, me estacionó frente a nuestra casa.
Minutos más tarde, me animé con el fuerte olor de la fragancia varonil del que ahora sería mi conductor en los trayectos del resto del día. Contrario a la conductora de las horas tempranas de la mañana, él me tomó con desapego y muy sonriente, como si alguien le susurrara al oído frases graciosas en todo momento. Él no me observaba y en cambio su mirada era un eco de la mía. Como yo, él era seductor –no sé si tan atrayente pero sí muy seguro.
Tras terminar de arreglarse el nudo de la corbata, el caballero que con cotidianidad me conducía y que me enseñoreaba por doquier hizo una llamada telefónica que se escuchó en la amplitud de mi interior.
–¿Rosa?
–Siii –contestó una voz suave, delicada y muy femenina.
–Nos vemos a las seis de la tarde como quedamos –alternó él.
–¡Claro! Estoy deseosa de disfrutar del mayor placer de la vida. –se escuchó desde el otro lado el apunte con cierto morbo y deseo.
–Así será, lo prometo. Fue el último comentario de mi conductor que no paraba de sonreír como en un estado de enajenación.
El arrobo de tal conversación y la frustración y enojo que percibí de mi acostumbrada conductora –escasas dos horas antes–, me llevó a deducir un engaño y el consecuente revés, pero me sentí dispuesto a correr la aventura con el caballero tras el volante.
Esperé con mucha impaciencia que el reloj marcara por segunda vez en el día las seis en punto. Sabía que Rosa me admiraría, me desearía y me acariciaría en mi interior con sólo verme. Valía la pena ese momento de éxtasis, aunque también ya imaginaba mi reposo al frente de mi hogar a la espera de esa mujer cuidadosa, cariñosa y sus retoños vivaces.
El momento llegó y al ver a Rosa no me animé. Su voz no coincidía para nada en su físico. Ni siquiera su mirada me hizo el honor que yo esperaba.
Él le entregó mis llaves, le extendió un papel y dijo sin dejar de sonreír:
–Ahora es todo tuyo. ¡Disfrútalo!
Me enteré entonces que fui objeto de un negocio comercial y entendí que a quien yo más festejaba por nuestra loca afinidad de comportamiento, aquella mañana sonreía porque sólo pensaba en su nuevo y flamante deportivo. En tanto que a quien poco miré fue la misma que intentó retener mi esencia en su alma a través de su profunda e introspectiva mirada.