* La muerte anónima, la que te lleva a la fosa común después de haber sido violentado de una y mil maneras, con el cuerpo lacerado y el alma hecha jirones, es todavía más fuerte que irse de este mundo por algún motivo que tiene remedio
Gregorio Ortega Molina
Generosos y abiertos se mantienen los brazos de la madre tierra en México, siempre dispuestos a abrazar y dar protección a los cadáveres no identificados de los desaparecidos, levantados y/o ejecutados, ya sea por los delincuentes o las fuerzas del orden.
Cuando todavía no se aclara lo de Tetelcingo, cuando a pesar de todas las denuncias, reclamos y exigencias a las autoridades federales, éstas ocultan una complicidad entre los ejecutores de los habitantes de Allende, Coahuila, y las autoridades municipales y estatales del lugar donde sucedió esa masacre, ahora nos dan cuenta de que en una fosa clandestina, en Jalapa, Veracruz, encontraron 192 cadáveres cuya identidad, hasta el momento, se desconoce, como si les hubiese dado vergüenza morirse, de tan pobres, o de tan fáciles candidatos a la desaparición, al levantón o la ejecución.
Las quejas de Samuel Ruiz, de Sergio Méndez Arceo, palidecen ante lo que ahora ven los ojos de Raúl Vera López, Alejandro Solalinde o las integrantes del colectivo Las Patronas.
La violencia en México crece exponencialmente, pues si bien fallecer por esas causas o ausencias denunciadas por el obispo de San Cristóbal continúan siendo una ofensa, esas vidas que así se pierden no gritan tan desesperadamente como las lágrimas que en soledad pierde un desaparecido, un levantado, un ejecutado, una violada y después asesinada, para que no se queje de que le abrieron las piernas a “güevo”.
Morir de hambre o de una enfermedad curable está cabrón, aunque pueda ser que no fallezcan solos, que alguien les tienda la mano para confortarlos y favorecer el olvido del dolor, el abandono, la traición, dar pauta para el arrepentimiento y la reconciliación con la Fe de cada cual.
La muerte anónima, la que te lleva a la fosa común después de haber sido violentado de una y mil maneras, con el cuerpo lacerado y el alma hecha jirones, es todavía más fuerte que irse de este mundo por algún motivo que tiene remedio.
La violencia que hoy padecemos parece no tenerlo, por esa perfecta simbiosis encontrada por los hombres de poder, con el fin único de permanecer en el cargo gracias a la corrupción y la impunidad, que todo lo corroe, fundamentalmente los principios y/o valores, tan depreciados como el empleo y las pensiones y la democracia y la salud y todo eso que tiene que ver con el ser humano.