Por Aurelio Contreras
Uno de los rasgos más característicos de la personalidad de Javier Duarte de Ochoa es, además de la ira descontrolada a la menor provocación, su infinita soberbia.
Ello ha sido evidente durante todo su mandato. Completamente alejado de la población, Duarte de Ochoa ha sido un gobernador aislado, que rara vez salió de la comodidad del aire acondicionado de sus oficinas en las principales ciudades del estado y que actuó siempre con displicencia ante cualquier reclamo ciudadano.
Sintiéndose parte de una élite privilegiada, a pesar de su juventud más bien modesta, Javier Duarte despreció a los veracruzanos, envuelto en una burbuja desde la cual se aisló aún más de la realidad. Como su antecesor, pensó que la “plenitud del pinche poder” y la impunidad serían para siempre. Y con todo y que vive horas aciagas, desprestigiado y repudiado dentro y fuera de Veracruz, no quiere darse cuenta de que su tiempo se acabó.
A pesar de tener encima de su cabeza una guillotina a punto de caer, sometido a una investigación de la Procuraduría General de la República por la comisión de delitos que podrían llevarlo a prisión, Javier Duarte continúa tentando a su suerte y retando con violencia a quienes desde el Altiplano le envían señales que para todo mundo son inequívocas. Menos para él.
Tras darse a conocer que sería suspendido de sus derechos como militante del PRI –antesala de la expulsión del partido y señal para proceder judicialmente en su contra-, Duarte de Ochoa emprendió una guerra soterrada contra el dirigente nacional tricolor, Enrique Ochoa Reza, a quien de “tuits para afuera” le reconoce su “liderazgo”, pero en los hechos lo manda atacar a través de sus textoservidores y por medio de filtraciones como la de su liquidación como director de la Comisión Federal de Electricidad, con el fin de desacreditarlo.
También dirigió sus baterías contra la Comisión Nacional de Justicia Partidaria del PRI, a la que pretende exhibir enviando a dos de los ex funcionarios suspendidos por este órgano a negar ser militantes del Revolucionario Institucional. Su objetivo es que el proceso de expulsión que se le sigue quede en entredicho, aunque en Veracruz todo mundo sabe que era obligación de los burócratas de nivel medio para arriba afiliarse al tricolor.
Incluso, uno de los “inhabilitados” que dice no estar afiliado al PRI, José Antonio Mansur Beltrán, participó activamente en la campaña a la gubernatura de Javier Duarte en 2010 y asistía como delegado a las sesiones del Consejo Político Estatal priista durante este sexenio.
A la estridencia de Duarte de Ochoa hay que sumar los desplegados de supuesto apoyo de “sus” diputados federales, mismos que o desmintieron haber firmado o sido consultados siquiera para adherirse a la misiva dirigida contra Ochoa Reza, o de plano mejor huyen de los medios cuando se les cuestiona al respecto.
La soberbia de Javier Duarte no le permite ver que ya no tiene ni los alcances ni los tamaños para librar la guerra en la que se enfrascó, cuyo símil sería el de un chihuahueño ladrándole enfurecido a un doberman.
Porque quien está arrinconando a Javier Duarte no es Enrique Ochoa Reza ni el PRI. No de motu proprio. Quien ordenó proceder en su contra es “su amigo” el presidente Enrique Peña Nieto. Y como lo mencionamos antes, no por hacer justicia, sino para darle un escarmiento y aparentar que sí se lucha contra la corrupción.
Javier no entiende. Y van a hacérselo entender de otra manera.
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