Javier Peñalosa Castro
Finalmente Javier Duarte dejó el gobierno de Veracruz, aunque lo hiciera al modo que caracterizó a su administración: de manera tramposa y dejando entreabierta la puerta para mantener una rendija que le permita aferrarse con uñas y dientes a lo que le quede de fuero.
Para ello recurrió a la estratagema de pedir licencia en lugar de renunciar, que le facilitará la eventual huida del país, como a tantísimos otros saqueadores de las arcas públicas y bribones de la peor ralea que, cuando son alcanzados por el brazo de la justicia, es sólo para darles la última y más dura capa de blindaje, como ocurrió no hace tanto con el exgobernador de Coahuila, Humberto Moreira, apresado en España por lavado de dinero y otros delitos, y liberado, como por arte de magia, tras una oscura negociación del seudogobierno de Peña.
Pero volviendo al sátrapa jarocho desplazado de su hueso por la imposibilidad de seguir tapando su escandalosa ineficiencia, el robo descarado y la sangrienta represión contra periodistas, luchadores sociales, académicos y otros sectores emblemáticos de la sociedad veracruzana, por más que los propios priistas aparentemente renieguen de él y pidan que se le procese, a menos que el peñismo haya decidido convertirlo en ejemplo de su supuesta lucha contra la corrupción —esa que el propio Peña define como un sino fatal del que ningún mexicano (él incluido, por supuesto) es capaz de escapar, el que sí terminará escapando del brazo de la justicia será Duarte.
Este tiranuelo de aldea que logró encumbrarse en el gobierno de su estado ha causado más daño que todos los “nortes” y huracanes que hayan azotado las costas del Golfo de México.
Una de sus actitudes que más llaman la atención es la prepotencia que mantuvo hasta el final, y su costumbre de amagar a quienes le pedían que actuara como lo que era: el jefe del gobierno de uno de los estados más ricos e influyentes de México, con tomar represalias.
La insolencia con que, más de una vez, se dirigió a los padres de familia, víctimas de la violencia que se extendió hasta lo indecible durante su administración, no tiene parangón. Sólo por eso, este hampón y matarife de quinta merece la cárcel, y en otras épocas, incluso habría sido digno de recibir castigo corporal.
Será difícil olvidar el daño que hizo a instituciones como la Universidad Veracruzana, una de las más importantes de México, que fue literalmente saqueada por este remedo de Idi Amín. Es inconcebible cómo conspiró contra esta casa de estudios, en cuya editorial se publicaron algunos de los trabajos literarios más importantes de las décadas de los cincuenta y sesenta, en que se extendió el llamado boom latinoamericano.
Pero también quedará la huella indeleble de los periodistas y activistas sociales muertos durante su sexenio y una lista interminable de atrocidades.
A poco más de mes y medio de la entrega del poder, Duarte se va por la puerta trasera, con averiguaciones abiertas, sospechas generalizadas y alguno que otro proceso aparentemente en marcha. Son escasas las posibilidades de que llegue a pisar la cárcel, como su homólogo tabasqueño Andrés Granier. Pero en caso de que llegara a hacerlo, el tiempo que permanecerá en prisión difícilmente superará los seis años que dure el próximo régimen presidencial.
Si realmente se desea que el castigo sea ejemplar, donde seguramente más le dolerán los golpes es en los bolsillos, por lo que, si la cosa va en serio, lo primero que debería hacerse es incautar o proceder al “embargo precautorio” de los bienes del propio Duarte y de la larga lista de parientes y prestanombres a cuya sombra ha ocultado el producto de sus hurtos y trapacerías financieras.
Se habla la de otros gobernadores que ya terminaron su mandato o van de salida, como César Duarte, de Chihuahua, Guillermo Padrés, de Sonora, Rodrigo Medina, de Nuevo León, y Roberto Borge, de Quintana Roo, sólo por mencionar algunos, pero prácticamente todos tienen “cola que les pisen”.
Por ejemplo, aparentemente no habría que rascarle mucho a la gestión de Rafael Moreno Valle, en Puebla, que por más que ha esparcido billetes entre textoservidores y medios, deja grandes dudas entre los poblanos sobre el manejo de las arcas y los “moches” por contratos de obra pública, o la de Graco Ramírez, en Morelos, señalado como saqueador de las arcas y como alguien a cuya sombra ha seguido medrando el crimen organizado en aquella entidad que ya probó, sin éxito, a gobernantes del PRI, el PAN, y ahora lo que queda del PRD.
Así, en el remoto caso de que la lucha contra la corrupción fuera una cruzada seria, lo más importante no sería quién tira la primera piedra, sino quién será el encargado de cerrar las puertas, una vez que las cárceles mexicanas tengan a buen resguardo a todos los corruptos.
Por supuesto, es un decir, porque por más que el intento fallido de presidente que tenemos diga que la corrupción es al mexicano lo que el aroma a la flor, la mayoría de los mexicanos son honrados, y están hartos de que, so pretexto de que nada se puede hacer para evitarlo, el hatajo de pillos que malgobierna a México siga saqueando de la manera más mezquina y sin límite alguno, nuestro patrimonio y el de nuestros descendientes.
¿Hasta cuándo?