Con voz propia
Guadalupe Lizárraga
Ramsés Ancira*, periodista independiente y escritor multimedia, colaborador de Los Ángeles Press, ha sido galardonado con el Premio Bellas Artes de Testimonio Carlos Montemayor 2016 por su texto “Reportero encubierto”. Él fue encarcelado el 12 de abril de 2016, sin juicio ni sentencia. Al estilo de los agentes ministeriales torturadores de la PGR, dos hombres vestidos de civil lo “levantaron” y lo llevaron directamente al Reclusorio Oriente de la Ciudad de México. Después supo que se trataba de una acusación de fraude procesal de un bien inmobiliario desde hacía más de cuatro años del que incluso desconocía a su acusadora.
“No fue sino hasta el 12 de abril de 2016, alrededor de las 19:00 cuando se me obligó a introducirme en un automóvil sin identificaciones ni rótulos de autoridad alguna, que me enteré de que se había librado una orden de aprehensión en mi contra y que fui conducido al Reclusorio Oriente, sin que se me hubiera permitido hablar antes con un Ministerio Público o representante de la parte acusadora.”
A partir de ahí, Ramsés y su familia han vivido una pesadilla como todos las víctimas de delitos fabricados. Sin embargo, en su tiempo de reclusión nunca dejó de ejercer el periodismo, y creó la columna Diario de un reportero que periódicamente publicamos en este medio donde narra espeluznantes casos de injusticia dentro del penal. Este ejercicio es el que titula “Reportero encubierto” que dio pie al Premio Bellas Artes.
250 metros a la libertad
–Sé que muchos de ustedes van a sentir el impulso de incendiar la ropa beige para no recordar su tiempo en prisión. Yo les voy a dar un consejo. Mejor rocíense gasolina y préndanse fuego ustedes. Eso es lo único que les garantiza no volver a prisión.
Son las tres de la madrugada, hora en que empiezan las liberaciones en el Reclusorio Oriente de la Ciudad de México.
Antes, el hombre de negro que se dirige a los 11 hombres a punto de alcanzar la libertad, les amenaza.
–La institución ha decidido que no se pueden ir hasta las siete de la mañana, cuando haya el primer metro. Lo hace no por su seguridad, sino para impedirles la tentación de pasar a la primera tienda a robar.
Cuando esto ocurre, los pre- liberados ya han permanecido tres horas de pie y superado cuatro interrogatorios idénticos. Siete horas antes, en promedio, un funcionario del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal les ha entregado una cédula donde dice el juzgado, el delito que se les imputa y la forma en que obtienen su libertad: por haber compurgado la pena completa; libertad provisional o absueltos.
Cuando el funcionario del Tribunal se retira, deja al preliberado en compañía de otros presos, quienes amablemente le informan que datos se tiene que aprender de memoria. Antes de llegar a esta zona, a 50 metros de las celdas de ingreso, le han pedido 10 pesos para cooperar con otro reo que le ha acompañado los primeros 30 metros mientras le daba la feliz noticia
“Vas a tener que cooperar para la cena de los jefes”. Es el aviso de los amables reos que han aleccionado por los datos que habrá que repetir en las siguientes exclusas. El segundo desembolso en 10 minutos.
Regreso a la celda. En algunos casos compartida hasta con 30 personas, de las cuales sólo cuatro tiene derecho a litera de metal, ocho personas más duermen en el piso y el resto normalmente se mantiene de pie, amarrado a los excusados, o duerme en los corredores.
A la media noche empiezan a trasladar la remesa de los primeros 11 inculpados que saldrán de prisión.
¿Nombre de los padres?
¿Edad?
¿Fecha de Ingreso?
¿Juzgado?
¿De qué manera obtiene su libertad?
¿Religión?
¿Habla algún dialecto?
(…)
Si alguien duda, la primera vez sólo hay una advertencia, “si vuelves a equivocarte, cachetadón”.
–¿Quieres salir rápido? Con 100 pesos te lo arreglamos
–Ya di todo lo que tenía, ¿pueden pedirle a mis familiares que están afuera?
–No, pues ya te jodiste, no se puede.
La tercera ocasión los pre- liberados son interrogados por trabajadoras sociales, la cuarta por un solo policía medio dormido, que tarda al menos 15 minutos en cada interrogatorio. Para entonces ya superamos las 3 horas de pie, si alguien quiere colocarse en cuclillas o sentarse, lo amenazan a gritos.
El quinto guardia, el que ha sugerido a los detenidos quemarse como bonzos, ha gritado fuerte, bastardo. Alguien se puso nervioso y no supo decir libertad provisional.
En fila india caminamos por un túnel. Ahora sí nos ordenan sentarnos. El guardia de humor negro, revuelve las cédulas de liberación. Quienes tenían la esperanza de ser liberados primero, quedan al final. Uno a uno son llamados a recorrer otros 30 metros de un laberinto.
Piden sentarse en otra área, ubicada 20 metros más adelante. Ahora es obligatorio sentarse, si se levanta la cabeza, hay amenaza de golpes.
En esa última sección, otro policía, compasivo, nos dice. Ya nada más que venga la jefa. 10 minutos.
En lo que esperamos, un hombre y su cuñado me cuentan su historia. Venían una noche por Avenida Revolución. Retén. Les colocaron armas de alto poder en su coche y docenas de tarjetas de crédito. Luego les retiraron las armas, pero les dejaron el cargo de tarjetas clonadas. Les revelo quién soy.
–¿Un reportero encubierto?
Me llevo un dedo a los labios.
–Si me descubren me van a inventar cualquier cosa
Me relatan que ya han pasado ocho meses antes de esta noche, desde el retén y atraco policiaco. Se van absueltos. De entre miles de presos, pertenecieron a los 25 internos de toda la cárcel que menos sufrieron. El costo: mil pesos por semana, con derecho a litera de metal, sin colchón, y una mesita en el corredor de 20 metros, colocada afuera de la celda.
De la forma en que se producen nueve millones de pesos a la semana en el reclusorio oriente no hay que entrar en detalles. Hay cosas que se pueden cambiar y otras que no. Descubrirlas empeoraría el descenso a los círculos del infierno carcelario: Ser indígena, inocente, ignorante, indigente o pobre, todas estas características las tienen a la vez los presos de los pueblos originarios. Además de ser humildes. Ellos, los que lavan gratis los tenis, y las ropas de los presos por delitos contra la salud, son prácticamente esclavos.
Una semana antes, la situación de Víctor Manuel Cervantes, un joven oaxaqueño, con estudios de preparatoria, que vino a trabajar preparando tacos para mandar dinero a sus abuelos de 84 años, fue conocida por el subdirector del reclusorio.
– Yo también tengo sangre indígena, me dijo, y no lo voy a tolerar.
Veinte minutos después, otros reos preguntaron quién es Cervantes. “Ya no vas a hacer fajina”, le dijeron, lo que significa, no tener que recoger con las manos la basura depositada en los canales donde los reos orinan; o arrastrar 20 metros una cobija para absorber el agua antes de llegar a la coladera donde la exprimen.
Los nueve millones recabados a la semana en el Reclusorio Oriente, son por conceptos como 50 pesos por visita de los familiares, a cargo del detenido; otros 450 pesos les sustrajeron a los familiares por ingresar una bolsa con comida; 500 por desocupar una celda para permitir un encuentro íntimo entre detenidos y sus parejas visitantes; 50 pesos por alquiler de una mesa en el patio con cuatro sillas; o 15 pesos por sentarse en una cobija en el piso son sólo una ínfima parte del negocio carcelario.
Entrar al único baño con dos cuadros de papel higiénico cuesta 5 pesos. Bañarse en las regaderas de presión con agua fría, también
Un negocio que es claramente similar a las encomiendas que daba el rey de España en el Siglo XVI. Esta vez los internos hacen el papel de los indígenas y los reos de confianza, llevan la administración de las vidas y bienes de los reclusos.
Los derechos humanos de esta gente, mejorarían en más del 70 por ciento, con sólo hacer circular el agua en los bebederos eternamente secos. En la tienda de la prisión, litro y medio, vale 23 pesos. Otra mejora si no existiera un solo excusado funcionando para más de 600 personas. Al menos un 10 por ciento de los internos en el área de ingreso defecan de pie en las coladeras.
De las 5 a las 7 de la mañana, la tos no se interrumpe un segundo, pasando de garganta en garganta hasta alcanzar 500 o más escupitajos.
En la tienda de la prisión hay precios marcados, ocho pesos por un refresco de lata, 100 pesos por una tarjeta para llamar por teléfono. El precio real es de 20 pesos por el refresco y 125 por la tarjeta, más 10 pesos por cada día que se introduce la tarjeta en la ranura del teléfono.
Cuando un rumano acusado de clonar tarjetas me dijo que el 80 por ciento de los detenidos son inocentes, pensé que exageraba. En el recorrido de 250 metros de la celda a la calle, conocí que uno de los 10 preliberados había pasado 8 años preso por una acusación de robo de 80 pesos, otro reconocía haber pasado 2 años por robar 30 acumuladores; uno más era un joven de 20 años, visiblemente afectado mentalmente a consecuencia de una temprana adicción a la marihuana.
Los ocho restantes consideraban que su tiempo en prisión fue consecuencia de la venganza de una mujer a la que una vez amaron, pero que los acusó de no pagar pensión alimenticia, o de tocamientos sexuales a las hijas para no dividir los departamentos y automóviles que eran parte de lo comprado durante su matrimonio, o simplemente porque les sembraron algo en sus automóviles, aunque finalmente no pudieron comprobarles nada.
De las historias inventadas por las procuradurías para encarcelar inocentes, habría material para 100 libros. Será para otro tiempo. Ahora escucho los aplausos de 100 personas que me dan la bienvenida por ser el primer liberado de la noche tras recorrer unos 250 metros en un lapso de 5 horas.
La obra cumbre de la literatura en castellano se llama el Quijote, la obra cumbre de la Procuraduría General de la República, “basurero de Cocula”, pero hay miles de ficciones más, tantas como presos en los reclusorios mexicanos.
*Ramsés Ancira es autor del blog Paradigma TV y director del documental Halconazo!