Gregorio Ortega Molina
Hay distintas maneras e intensidades de sufrir ambas manifestaciones del padecimiento causado por la enfermedad, o debido al golpe anímico, la lesión en el alma y la razón. Una vez instalados permanecen al acecho y no sueltan a su presa. A mí, su presencia corporal me aparece como la mordida de un león, o el fuego por dentro, convertido en brasa que mantiene el calor para recordarte de qué estás hecho.
Con anterioridad lo padecí de diversas maneras, pero siempre con la certeza de que pronto, muy pronto desaparecería, gracias a los analgésicos, a la cicatrización, al yeso para curar la fractura de la muñeca izquierda, a la extracción de una pieza dental o de un nervio para salvar los incisivos o los molares. O como consecuencia del cateterismo y la colocación de “stents”. Nada que no tuviera remedio, pues.
Hay terribles dolores que no se van, sólo se olvidan momentáneamente con el consumo de morfina u otros opiáceos. Los cánceres, me cuentan, pueden destruirte moral y anímicamente por el estrago físico causado, aunque he conocido pacientes que prefieren recibir con lucidez su presencia, para ver con intensidad el mundo que dejan, a los seres queridos que pronto, muy pronto olvidarán.
Pero está ese otro dolor que si bien no te consume, tampoco te suelta, a menos de que te conviertas en adicto a los analgésicos, como el vicodin consumido por Gregory House. Esa dolencia constante, persistente, que cambia de ubicación en cuanto tú modificas la manera en que estás sentado o acostado, o caminas o haces terapia de rehabilitación, en la creencia de que otra postura o diferente ritmo durante tu ejercicio podría aliviarte.
Esa molestia producida por la artritis y la osteoartritis, que empeora tu carácter, que te vuelve irascible, que te obliga a pensar dos veces la necesidad de realizar cualquier movimiento, porque te enseña a discernir y a simular, para saber que lo que dejó de ser estrictamente necesario, se convierte en un movimiento o traslado inútil.
Entonces decides buscar información, enterarte que padeces un malestar irreversible; puede deformarte físicamente, como lo muestran las manos de Marguerite Duras fotografiadas para ilustrar la portada de su libro Escribir; en tu fuero interno descubres que la amenaza de deformación física, la posibilidad de perder el paso en la vida que pensaste llevar hasta la tumba, o la incineración, definitivamente abre el proceso de cambio en tu carácter, tu manera de ver y vivir el mundo, la perspectiva de futuro, porque de inmediato pierdes, para siempre, la línea de horizonte, pues ya estás en ella.
Cuando te das cuenta es porque decides oír al médico, pero no escucharlo; descubres que el consumo constante de analgésicos te produce sueño, cuando estás consciente de que necesitas estar despierto. Tomas la decisión de medicarte con potentes analgésicos, únicamente cuando la brasa de carbón que llevas en la cadera y en la columna vertebral se transforma en fuego ardiente, o cuando a consecuencia de ejercicios de rehabilitación un rayo láser te atraviesa la cadera, desciende por la pierna izquierda hasta el talón.
Entonces recuerdas que durante una conversación con Miguel Alemán Velasco, durante una comida efectuada hace muchos años en casa de Boris Orentchuk, en Tepoztlán, Morelos, contó que él mismo padece artritis; la controla y combate el dolor con té de perejil en ayunas. Es la vertiente de esa medicina alternativa que los enfermos comparten entre ellos, y por alguna razón la conservaste en la memoria, porque intuiste, quizá, que en cualquier momento decidirías probarla. Y ya estás en ello.
De pronto recuperas tus lecturas de adolescente, la iconografía de los mitos griegos, esa imagen de Prometeo encadenado, las entrañas devoradas por el águila durante la eternidad, y comprendes que es la doble analogía ideal para saber qué es el dolor que, nunca jamás, va a abandonarte, porque se irá en cuanto se te vaya la vida.
Es entonces que te da por pensar en el daño moral, en las diferencias entre el dolor y la lesión en el alma, en la razón; aprendes la manera en que se manifiestan y cómo te transforman en otro ser humano, porque padecerlos es crecer, madurar, conocer un poco más de lo que somos y a lo que aspiramos, para nosotros y nuestras familias.
Partes de lo elemental. Sufrir un daño moral tiene un único requisito previo: tener alma, haber aprendido a razonar y ser propenso al bien.
En las entradas de moral en el Vocabulaire technique et critique de la philosophie, leemos: “A.- Conjunto de reglas de conducta admitidas por una época o un grupo de seres humanos. B.- Conjunto de reglas de conducta tenidas por incondicionalmente válidas. C.- Teoría razonada del bien y el mal, lo que se deriva en consecuencias normativas…”.
Comprendes entonces que un padecimiento moral dista mucho de esos desprendimientos afectivos y físicos que nos afectan, porque se convierten en un vacío que desafía todas las leyes de la física, porque nunca, jamás vuelven a ser llenados esos espacios que ocuparon.
El padecimiento moral está en ti y en tu formación, en la idea que te hiciste de ti mismo de tu futuro, las maneras de lograr lo que quisiste y no alcanzaste, o porque llegaste a ello de otra manera, quizás recorriste la misma ruta transitada por los condiscípulas de Judas Iscariote porque fuiste engañado por tus grandes amistades, o que supusiste tales, para darte cuenta que la única solución es el suicidio.
Nada hay que afecte más la moral que la traición. Y corre en ambos sentidos, lo mismo daña a quien traiciona que al traicionado, porque para acometer esa acción de engañar se requiere tomar la decisión de pasar por sobre esos valores que creías arraigados en los que te amigaste.
Te das cuenta de que la palmadita en la espalda, la sonrisa, la sinecura mediana o mediocre en que se convierte la recompensa por la traición, los seduce más que la defensa de sus propios principios, o valores, o como quieras llamarles.
La traición, que es el engaño casi perfecto, la mentira sublimada, es inherente a la condición humana, de allí que en el contrato de compra-venta de bienes raíces exista la cláusula acerca de los vicios ocultos, o que el notario sea el aval de la verdad, o que se sancione a los comerciantes que abusan, pero nadie ha podido castigar y hacer escarnio de los políticos y/o representantes populares o administradores públicos, que llegan al cargo con la certeza de que lo primero que harán es traicionar la confianza depositada en ellos.
La corrupción, entonces, es una afectación de índole moral, sobre todo porque trastoca todas las normas de comportamiento cívico, civil y social, ya que muchos terminan por decirse: si él lo hace con toda impunidad, ¿por qué no puedo hacer lo mismo?
El dolor por la afectación moral es de otra índole, porque anida en la razón, en las ideas y los ideales que la familia y el Estado te inculcaron para poder administrarte, y tú mismo tratarás de heredar a tus hijos y nietos, porque así es el mundo. Unos necesitan estar encima de los otros.
Aparece una diferencia terrible entre lo físico y lo moral. Si el dolor del cuerpo puede paliarse con medicamentes, los estragos en la razón y la devastación moral, únicamente pueden aliviarse con el autoengaño, si eres fuerte, o te entregas a esas diversas adicciones que terminan por envilecerte más, pues te conviertes en alcohólico, o definitivamente en rehén de drogas suaves o duras. Quieren olvidar que no llegaron, o lo hicieron sobre cadáveres.
Por lo regular quienes pavimentan su acceso al éxito con los cuerpos de sus amigos y sus enemigos, viven otro tipo de borrachera: están briagos de poder.
Es la otra vertiente del dolor físico padecido por Prometeo. El picotazo eterno del águila en el hígado vuelve loco, insano, irracional, es el inicio de la afectación moral que destruye tus normas de conducta, te convierte en asesino, o en víctima.
Naturalmente que ese daño también tiene sus remedios, caros y destructivos, para el que los consumo como para su entorno. El alcohólico se transforma en golpeador y violador de su propia familia, en el victimario ideal, porque caso nadie se atreve a delatarlo, hasta que es muy tarde.
Otros consumen drogas duras y suaves, consideran estar a la moda al fumar marihuana, al aspirar coca, al pincharse con morfina, al tragar éxtasis y mucha agua para resistir el ritmo y la duración del rave, sin saber siquiera que es el modelo de desarrollo el que los lleva de la mano a perderse de esa manera.
Son los estragos del auténtico, el verdadero daño moral.
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