Hasta el día de hoy la nota principal en todo sitio de difusión es el muro, si lo pagarán los mexicanos, si no lo harán, que si podemos detenerlo, que si no, que si apoyamos al pendejo nacional contra el energúmeno del norte, que si es mejor lo viole sobre su escritorio a placer, que si todos unidos, que si todos en contra, en fin, el muro es a mi parecer al punto focal… pero un punto focal sesgado, distorsionado, nebuloso, un punto focal de distracción.
Hay quienes creen que podemos evitar pagar el muro, están en su derecho a creerlo, pero la realidad es que lo hemos pagado muy caro desde su construcción en la presidencia de Clinton y ante la mirada cariñosa del orejón, lo hemos pagado en vidas humanas, en familias separadas, en niños huérfanos y madres viudas o abandonadas, en familias divididas, individuos lacerados emocionalmente, abandono de tierras, injusticia social y crecimiento de un estado corrupto.
Sobradamente establecido que el mentado muro no es iniciativa nueva, ni de Trump, es consecuencia de la corrupción en México y Latinoamérica, en la ambición de las pequeñas oligarquías nacionales que a modo de feudos explotan a sus siervos con la ayuda de sus vasallos para gloria de dios y beneficio de la corona del norte.
Sin embargo nadie parece objetar los muros diarios que se construyen ante nuestros ojos, desde una autopista de paga circundante a la ciudad de México que resguarda el lujo, la plusvalía, el desarrollo arquitectónico, la vida elitista de sus residente, el bien vivir, el bien estar, entretanto a escasos metros la vida es diametralmente opuesta, la miseria y la pobreza campean a sus anchas, tan sólo un asfaltado de 4 carriles y el paso de vehículos evitan que ello contamine la maravillosa vida material de quienes se resguardan en esa jaula de oro.
Tampoco interesan esos muros que se edifican en instituciones escolares de supuesto postín, donde el muro es la incapacidad económica y los prejuicios sociales, las conveniencias y los lisonjeos, donde el dinero está por encima de los principios y a la mano de las impresionables mentes infantiles.
Menos aún interesan esos muros que construimos ante personas vulneradas, pobres, humildes, desprotegidos, miserables, mirándolos con recelo y desconfianza, evitando acercarnos por no ofender nuestros delicados olfatos.
Los muros de las doctrinas que nos hacen discriminar a quienes no profesan una fe, una creencia, un anhelo, que nos impide respetar otros pensamientos, que nos sujeta y esclaviza a ideales ajenos, a indignaciones prestadas.
¿No interesan acaso los muros del desprecio social por la libertad del pensamiento, por las palabras discordantes, por las consciencias abiertas, ante las promesas y esperanzas que cautivan y adormecen el verdadero despertar social?
Mucho menos importan esos muros de pensamiento y palabras rebuscadas dispensadas por intelectuales orgánicos que trabajan para enmudecer inquietudes y razones.
Y menos significado tienen los muros de la propaganda, publicidad y demagogia adueñándose de nuestra voluntad, alejándonos de la autonomía, de la soberanía, de la autogestión, de la verdadera individualidad, convirtiéndonos en eternos drogadictos del consumismo, de la corrupción y de la ambición de las cúpulas empresariales.
Los muros de la hipocresía, esos que provocan que la gente hable en inglés e insulte en español, ese muro de los modismos, y de la aculturación, ese muro rancio que nos impide decir y escribir pendejo, hijo de la chingada, puta, pinche, lameculos, culero, ojete, gandalla y demás adjetivos de alto impacto, como si no pertenecieran a nuestra cultura, como si el sólo hecho de usarlos con sobrada razón y a consecuencia fuera justificación para desatender una idea, para condenarla con mojigatería barata.
Desde luego a muy pocos importa el muro de la ignorancia, que oculta el significado de la evolución del espíritu humano, de ese que Nietzsche proclamaba como nihilismo y que para algunos, en su desconocimiento, implica la nada, la pasividad, el estancamiento, pero que significa el reconocimiento de lo que vale la pena y lo que no.
¿A quién le importa el muro del clasicismo, de la discriminación, de la marginación, del prejuicio, que desde niños nos enseñan y de adultos enseñamos, esos muros vestidos de ropa de marca, de zapatos finos, de joyas caras y relojes de lujo, los muros que convierten a un automóvil de bella estética en un símbolo de superioridad, los muros que convierten al maquillaje de una mujer hermosa en una mujer soberbia, los muros que en un traje de diseñador enaltecen el racismo, los muros que nos separan por el color de nuestra piel, por el dinero en el bolsillo y por la cantidad de contactos?
Los muros que edificamos alrededor de nosotros con un ladrillo cada día, cementados en la inconsciencia, la estulticia, el oscurantismo, la vanidad, la ambición, el egoísmo, la pedantería y la falta de identidad.
Los muros de ignominia y desmemoria que nos hacen creer que debemos apoyar a un pendejo nacional sustentado por una cúpula de hijos de la chingada, que merece nuestro apoyo en un lance de patriotismo manipulado y perdón temporal.
Los muros de la burla del hombre más rico del mundo, y más mezquino a la vez, que nos pide no al boicot comercial, por bienestar de los trabajadores, cuando al mismo tiempo el muy gandalla sujeta a sueldos y condiciones de supervivencia a quienes tiene el infortunio de ser sus esclavos legales.
Los muros de la impunidad levantados por políticos tránsfuga que sólo saben gestionar sus ambiciones, por la política desfondada,
Estos, y otros tantos, son los muros que pagamos, los que seguiremos pagando y construyendo mientras no despertemos a la consciencia.
-Victor Roccas.