Por Aurelio Contreras Moreno
Fue por demás vergonzoso, además de grotesco, lo que pasó este 1 de febrero en la ciudad de Tlacotalpan, durante las festividades en honor a la Virgen de la Candelaria.
A pesar de que la autoridad estatal ordenó detener el embalse de toros que año con año se realiza como parte de las fiestas, una turba liberó por la fuerza a dos bovinos para que fueran agredidos salvajemente por las hordas alcoholizadas, en nombre de la tradición y de su “virgencita”.
La población de Tlacotalpan, montada en sus “usos y costumbres” de 240 años –un clarísimo anacronismo-, se pasó la ley por el arco del triunfo, por decirlo de manera amable, con la complacencia del presidente municipal Homero Gamboa, quien azuzó a la gente para obligar a realizar la “fiesta” de los toros, rebasando por completo a los representantes del Gobierno del Estado, que debería aplicar castigos ejemplares por estos hechos.
La prohibición de esta actividad por parte de la autoridad estatal no fue arbitraria, sino basada en la Ley Estatal de Protección a los Animales para el Estado de Veracruz, que en su Artículo 28 establece que se consideran actos de crueldad y maltrato que deben ser sancionados las pamplonadas y embalses, las vaquilladas, hacer ingerir a un animal bebidas alcohólicas, la utilización de animales en la celebración de ritos clandestinos y fiestas patronales que puedan afectar el bienestar animal, así como todo hecho, acto u omisión que pueda ocasionar dolor, sufrimiento, que ponga en peligro la vida del animal o afectar su bienestar.
El embalse de toros en Tlacotalpan es una “tradición” llena de crueldad, en la que se obliga a toros cebúes –que son mansos, a diferencia de los de lidia que se usan en otras celebraciones- a cruzar el río Papaloapan dentro del agua, amarrados a una panga y sostenidos de la cola y las fosas nasales. Una vez que llegan a la orilla, muertos de miedo y fatiga, y después de que se les obligó a ingerir bebidas alcohólicas, son pateados, golpeados con palos y piedras, jalados de su cola, para que embravezcan y embistan a la chusma, también alcoholizada, mientras celebra babeante el sufrimiento de otros seres vivos, sin más razón que el placer de abusar.
Además de la “tradición”, la población y autoridades de Tlacotalpan justifican este tramo de su “fiesta” con la atracción del turismo y la derrama económica que deja en la ciudad, que es la mayor de todo el año. Torpe argumento que solo refleja pobreza de ideas y de espíritu de un pueblo que se niega a sí mismo a crecer.
Durante el gobierno de Javier Duarte de Ochoa, las fiestas de la Virgen de la Candelaria fueron uno más de los negocios con los que se hizo millonaria Brenda Tubilla, prima de Karime Macías Tubilla, que convirtió la celebración patronal en un show pop, con presentaciones de artistas de televisión que posteriormente eran convidados, junto con otras figuras del espectáculo, la cultura, los medios y la política, a prolongados ágapes en la casa del entonces gobernador en esa localidad. Todos los gastos, por supuesto, cubiertos con el erario.
La actual administración anunció desde su arranque que no se le daría más apoyo a las fiestas de La Candelaria que el de la promoción institucional. Pero en lugar de voltear a ver y explotar otras fortalezas de la festividad, como la celebración religiosa que le da origen y el encuentro de grupos de son jarocho que llegó a ser de importancia nacional, se opta por el maltrato animal como “tabla de salvación”.
Nada justifica que se agreda a un ser vivo indefenso en nombre de la tradición, el turismo y la derrama económica. Tlacotalpan y muchas otras poblaciones de Veracruz y otros puntos del país tienen mucho más que ofrecer que la cultura de la muerte. Es menester evolucionar en tales usos y costumbres, pues estamos en el siglo XXI, no en la época del circo romano.
Y si en Tlacotalpan no quieren o no les da la gana entenderlo, que le quiten la declaratoria de Ciudad Patrimonio de la Humanidad. No se la merece.
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