* Debemos guardarnos de aplicar las mismas reglas para la salud del Estado y la del alma; pues la de ésta se obra en el otro mundo, mientras que la del Estado tiene lugar exclusivamente en este
Gregorio Ortega Molina
En diversos círculos diplomáticos mexicanos se hacen cruces por conocer el nombre del diputado federal representante de Sinaloa, que pudiera ser un conspicuo blanqueador de dinero, con seis millones de dólares en la faltriquera escondida en el Banco Privado Andorrano.
Lo que sucede con los recursos fiscales de los mexicanos y el dinero negro producido por los narcotraficantes, da la medida de los niveles de corrupción en algunas esferas gubernamentales; en exacta proporción contraria, de la profundidad del fracaso de lo que fue un prometedor Pacto por México.
El regreso del PRI a Los Pinos fue tan esperado como la repatriación de los judíos desde Nínive, o el regreso a Tierra Santa incluso en contra de la voluntad de Faraón. El discurso político parecía surgido de la zarza ardiente, de ese viento que postró en tierra a Moisés, porque estaba enterado de que no podía pararse frente a la divinidad.
Las reformas estructurales, la apuesta por un nuevo modelo educativo, la nueva relación entre gobierno y empresarios y el diseño de una estrategia de comunicación para anunciar el combate a la violencia con mayor violencia, nacieron de las tablas de una ley mosaica distinta, pero también olvidadas en cuanto Aarón, para tenerlos tranquilos, con sus propias riquezas les creó el becerro de oro.
Desde el mismísimo centro del poder y al mismo tiempo que nos vendieron el Pacto por México, nos endosaron la necesidad de “catafixiar” los valores que permitieron construir la patria desde 1821, por ese aroma a dinero que sólo proviene del carbón de mezquite con el que se cocina al becerro de oro. Los haberes resultan convertidos en el único seguro de vida, porque ni la honestidad ni la honradez dan de comer, a pesar de que a no pocos políticos que se la jugaron por México, les bastó con la honrada medianía.
Este tema no es nuevo. En su ensayo El desarraigo, Simone Weil dejó anotado: “Richelieu, con una claridad intelectual frecuente en su época, definió luminosamente la diferencia entre moral y política, problema en torno al cual se ha sembrado tanta confusión después. Más o menos vino a decir: debemos guardarnos de aplicar las mismas reglas para la salud del Estado y la del alma; pues la de ésta se obra en el otro mundo, mientras que la del Estado tiene lugar exclusivamente en este”.
Nuestros políticos no lo saben o no quieren saberlo, pues han dejado al Estado tetrapléjico: sin activos que le permitan hablarse de tú con los barones del capital, y sin la honradez requerida para no aceptar ni plata ni plomo, sino aplicar la ley por encima de la justicia, que es lo único que merecen los miembros de la delincuencia organizada, y sus cómplices políticos o jueces. Es el becerro de oro, pues.
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