Ramsés Ancira
El poder judicial de la Ciudad de México me ha hecho una oferta que como la de la célebre obra El Padrino, es muy difícil de rechazar. Se trata de pagar una multa de cinco mil pesos y aceptar una sentencia que me impida reclamar la desaparición de un contrato que estaba bajo custodia de un juzgado civil y otras varias y diversas violaciones de funcionarios contra la administración de la justicia.
La oferta, en forma de sentencia, llega a 15 días de que el Instituto de Cultura de Chihuahua me honre con el premio Carlos Montemayor de literatura testimonial por el libro Reportero Encubierto, que narra precisamente una parte infinitesimal de la corrupción que existe tanto en el sistema judicial como en la administración de las cárceles en México.
Llega también cuando el libro Historias para A(r)mar la Historia, Volumen 1, de mi autoría está difundiéndose viralmente a nivel internacional, en bibliotecas virtuales, lo cual es muy raro que ocurra con autores mexicanos.
Si pago esta multa, acepto una culpa que en conciencia no tengo; pero me evito de la esclavitud de ir a firmar cada lunes, además del riesgo de ser guardado seis meses en un lugar donde seguro mi vida corre más riesgo después de denunciar un negocio de al menos 9 millones de pesos por semana, derivados principalmente del trabajo esclavo de los internos y la expoliación de sus amigos y familiares. La Cárcel es al gobierno de Miguel Ángel Mancera y Patricia Mercado, lo que la encomienda a los conquistadores españoles.
El sentido común aconsejaría dar un paso adelante, dejar en el pasado la experiencia. Después de todo no pretendo contratarme de policía ni realizar ninguna acción que amerite la revisión de mis antecedentes.
Solo que conformarse implica la aceptación de que los latifundistas urbanos de la Ciudad de México puedan seguir empleando el recurso fácil del fraude procesal para deshacerse de inquilinos a los que no quieren y evadan impuestos mientras funcionarios de justicia hacen negocio, recibiendo comisión por negociaciones sobre inmuebles, a cambio de otorgar “perdones” imposibles pues el delito se sigue de oficio.
En este caso mi acusadora, cuyo nombre no debo mencionar por no ser el momento procesal oportuno, presentó un testamento en el que en ninguna parte se le nombraba ni heredera ni albacea de bien inmueble alguno, sino de un lote de joyas. Al mismo tiempo un documento del entonces Departamento del Distrito Federal donde se manifestaba que no existía ningún otro testamento.
Al presentar testigos falsos para asegurar que tenía un contrato verbal, que fueron desestimados por el juez 84 de lo civil, la mujer pidió que se cerrara el juicio y se pronunciara sentencia, la cual fue absolutoria en todas y cada una de sus partes.
Dos años después la mujer aparece con otro testamento y alegando que el contrato que se encontraba en el juzgado civil era falso. Un perito constata la alteración pero dice que por la forma en que está sobrepuesta la firma, no se puede establecer que fue hecha por el inculpado. Cinco años después otro perito establece que sí, que hay una alteración y que se parece la firma a la que la acusadora estampo en un careo.
Cuando el nuevo perito pretende establecerlo en el juicio, le aconsejan que mejor no lo haga ya que en el juicio penal grafoscópico nadie presentó un peritaje y que el de 2011 ya no tiene validez.
Un año antes el juez primero penal para delitos no graves, quien ya no está en el cargo, me presionó, estando esposado, a firmar un convenio mediante el cual yo entregaba mis cámaras de video y desocupaba el departamento que rentaba.
Así se hizo, pero en mi ausencia, en la mudanza, se perdieron 16 horas de entrevistas inéditas con Antonio Aguilar, José Sulaimán, José López Portillo, Miguel de la Madrid, Luis Echeverría Álvarez, Luis H. Álvarez, José Luis Cuevas, Elena Poniatowska y otros personajes que formaban parte de mi obra realizada con el estímulo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes México en su Memoria. Alguna vez le pedí a Enrique Krauze que les sacara una copia, pero no estoy seguro que las haya respaldado.
Pero para el poder judicial de la Ciudad de México es cosa fácil, acepto un delito que no cometí, me olvido de más líos que ponen en duda la honorabilidad del sistema y empiezo de nuevo. Por otra parte durante 10 meses pedí hablar con el juez que llevó mi causa, pero siempre estaba ocupado, o me dijeron que no era necesario. Su decisión fue basada solo en lo que vio por escrito, y si lo saludé sólo fue cuando él salía al baño, que ese sí es democrático para funcionarios e inculpados.
No me conformo. Este lunes contra la lógica de una cómoda sentencia que se paga con dinero (y siempre lo que se paga con dinero sale barato) presentaré la apelación, aunque esto signifique que en su caso no pueda acudir a la beca de periodismo cultural Gabriel García Márquez a la que me he postulado.