Javier Peñalosa Castro
Esta semana volvió a estar en boca de los políticos un eventual aumento al salario mínimo que, como ocurre siempre, estará muy por debajo de las necesidades de las familias mexicanas, pese a que el emblemático artículo 123 constitucional establece que “Los salarios mínimos generales deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos. Más claro, ni el agua. Sin embargo, es claro también que, hoy por hoy, el texto de nuestra centenaria Carta Magna en este renglón es letra muerta.
Entre otras voces de políticos que promueven un aumento al nanosalario, se encuentra la del secretario de Economía de la Ciudad de México, quien si bien reconoce que habría que multiplicarlo, habla de llevarlo, en el corto plazo, a poco más de noventa pesos diarios con lo que, calcula, pueden vivir quien gana esta suma y un dependiente económico.
Se ve a leguas que Salomón Chertorivski no tiene idea de lo que es pagar para transportarse hasta tres tarifas de transporte público (unos 20 pesos, que multiplicados por las dos personas a las que alude el funcionario dan unos 40 pesos diarios). Con los cincuenta que quedarían —en caso de que se apruebe tan magnánimo incremento— habría que pagar desayuno, comida y cena para estas dos bocas, lo que —si Pitágoras no miente— nos dejaría un presupuesto de poco más de ocho pesos por alimento para cada individuo considerado en esta cuenta (un padre y su hijo, por ejemplo). Lo malo es que de los 91 pesos de marras debe también salir, como dijera Chava Flores, para pagar “la renta, el teléfono y la luz”.
Por supuesto, resulta casi imposible que quienes pagan el mínimo a sus empleados puedan y quieran mejorar el poder adquisitivo —han desaprovechado durante cerca de 40 años la oportunidad de hacerlo—, pues consideran que antes debe crecer su productividad —por el exiguo salario que están dispuestos a pagar— y repiten hasta la náusea la cantaleta de que sólo podrán pagar lo justo si se elevan los ingresos.
La semana que termina se dieron a conocer una serie de cifras escalofriantes —por decir lo menos— acerca del empleo en México. De acuerdo con éstas, durante los últimos años ha disminuido el desempleo abierto. Sin embargo, lo que resulta verdaderamente escalofriante es que, si bien ha crecido la proporción de trabajadores que cuentan con un trabajo estable, los salarios prácticamente se han esfumado.
Los datos divulgados provienen de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo que lleva a cabo el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) revela que la población ocupada en el país es de casi 52 millones de personas, de las cuales poco más de las dos terceras partes son trabajadores remunerados y la tercera parte restante trabajan en la economía informal.
De acuerdo con la información contenida en este estudio, casi dos terceras partes de la población ocupada (unos 33 millones de personas) gana hasta tres salarios mínimos (7,200 pesos mensuales), pero 7.5 millones ganan un salario mínimo (2,400 pesos mensuales o menos), en tanto que 14.3 millones de mexicanos subsisten con ingresos de entre 2,400 y 4,800 pesos mensuales, mientras que más de 11 millones reciben entre 4,800 y 7,200 pesos al mes.
En el siguiente escalón se ubican 16 millones de asalariados que perciben entre 7,200 y 12 mil pesos mensuales y, finalmente, en la parte más alta de la pirámide se sitúa el 5% de los trabajadores (2.7 millones), que en este contexto se consideran privilegiados, pues ganan más de 12 mil pesos al mes.
También esta semana se anunció que el 16 de agosto iniciará la renegociación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica. Habría que dar por descontado que el equipo mexicano, encabezado por Luis Videgaray e Ildefonso Guajardo —protomártires del llamado liberalismo económico— no tiene entre sus prioridades la de equilibrar los salarios en la región, a fin de evitar la migración descontrolada de quienes buscan con desesperación una salida a la miseria a que están condenados en su tierra. Todo parece indicar que, de lo que se trata, es de seguir maquilando y generar empleos de pésima calidad; esos que —Fox dixit en el colmo de la incorrección política— ni los negros querrían hacer, pero mucho menos si se enteraran de la exigua retribución que recibe nuestra mano de obra.
Es claro que mientras el poder político y económico se mantenga en manos del grupo que hace y deshace (especialmente lo segundo) en este país, los salarios seguirán extinguiéndose, en tanto que unos cuantos megamillonarios continuarán atesorando lo que sus herederos no podrán gastar en varias generaciones.
Aun cuando el daño es grave, en algún momento habrá que enderezar el rumbo. Las elecciones de 2018 podrían ofrecer el punto de inflexión que se requiere para hacerlo. Antes, habrá que resistir una escalada de campañas negras, verdaderas piezas maestras hechas a imagen y semejanza de la “comunicación” basada en los más puros principios goebbelianos y aderezada —como ello obliga— con mentiras y descalificaciones gratuitas.