* El problema se reduce al modo de morir. Un torturado que fallece a manos de su victimario, muere ejecutado. Un opositor inquieto, un desaparecido molesto, una piedra en el zapato que aparece en el arroyo en medio de un charco de su propia sangre, es ejecución, no le den vueltas
Gregorio Ortega Molina
La muerte es el suceso culmen de la vida, con el cual todos hemos de rendir cuentas. La propia, la de los seres queridos, la de los afectos ajenos a la familia, e incluso la que borra a los enemigos. No hay escapatoria.
Efectivamente es imposible eludirla, ni con la criogenia. Pero quizá podamos reconciliarnos con el modo de rendir el cuerpo: en la calle, en medio de un reguero de sangre, o en la cama; en la guerra o en la paz; víctimas de un engaño o como pacientes de dolorosa y terrible enfermedad en el hospital; debido a las consecuencias de las políticas públicas, o porque a pesar del riesgo se cumple con el deber profesional, se asume la responsabilidad social y cívica de informar de los torcimientos de la democracia, las mentiras del poder y los engaños de los voraces políticos.
Hay más, una sutil diferencia, aunque enorme: terminar cosido a balazos porque se decidió una ejecución de índole política, o caer en el arroyo por un asesinato vulgar, estúpido…
Es momento de establecer las diferencias. Hay quienes son asesinados, y no por ello dejan de ser víctimas de la espiral de violencia como consecuencia de una decisión política tomada por el Jefe de las FFAA: hacerle la guerra al narco. De una u otra manera esas muertes “también” son responsabilidad del jefe de Estado, cuyo mandato constitucional establece la obligación de garantizar la seguridad interior y la seguridad pública, porque a nadie gustaría verse despojado de sus bienes en el seno del hogar.
¿Y los que son ejecutados? Debemos dejar de mentirnos a nosotros mismos. Los cadáveres en la cuenta de la delincuencia organizada, tal y como están las cosas, para nada requieren de esconderse en fosas clandestinas; por el contrario, los fallecidos de manera violenta debido a la decisión de alguno de los tres niveles de gobierno, son ejecutados y de inmediato adquieren la dimensión de crímenes políticos, junto con los que empezaron a contarse en Huitzilac y Topilejo, en Chinameca, en Parral… y más recientes en Tijuana, en la puerta del hotel Casa Blanca y en el estacionamiento del aeropuerto de Guadalajara. La cuenta crece.
Doy vueltas al tema, medito en esa sutil diferencia entre ejecutar y asesinar, recuerdo mi lectura de El último encuentro, donde Sándor Márai pone en boca del fiel personaje al servicio del Estado, del Imperio, del poder, lo siguiente:
Para nosotros, matar es una cuestión jurídica y moral, o una cuestión médica, un acto permitido o prohibido, un fenómeno limitado, dentro de un sistema definido tanto desde un punto de vista jurídico como moral. Nosotros también matamos, pero lo hacemos de una forma más complicada: matamos según permite y prescribe la ley. Matamos en nombre de elevados ideales y en defensa de preciados bienes, matamos para salvaguardar el orden de la convivencia humana. No se puede matar de otra manera.
Creo que también se mata cuando se está arrinconado y no queda de otra, para aparentar, fingir, engañar, puesto que la realidad no es lo mismo que la verdad, sea ésta histórica o jurídica.
Pudiera creer, lector, que la reflexión de Márai, de su personaje, concluye. No es así, abunda: “No conocías esa extraña pasión, la más secreta de todas las pasiones de la vida de un hombre, la que esconde más allá de los papeles, disfraces y enseñanzas, en los nervios de cada hombre, en lo más recóndito, como se esconde el fuego eterno en las profundidades de la tierra. Es la pasión por matar. Somos humanos, para nosotros es ley de vida matar. No podemos evitarlo… Matamos para defender, matamos para conseguir, matamos para vengarnos…”.
Como vemos, el problema se reduce al modo de morir. Un torturado que fallece a manos de su victimario, muere ejecutado. Un opositor inquieto, un desaparecido molesto, una piedra en el zapato que aparece en el arroyo en medio de un charco de su propia sangre, es ejecución, no le den vueltas.
El país se desliza por una peligrosa pendiente que conduce al infierno social. Los civiles se empeñan en servirse de los militares, pues son ellos los que toman las decisiones, y los jefes de las FFAA escuchan deliberadamente el canto de las sirenas, cuando debieran amarrarse al mástil del mandato constitucional ya establecido, y a lo señalado por la Ley Orgánica a del Servicio Público Federal. Adiós a la paz social.
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