Javier Peñalosa Castro
A cualquier persona observadora que deambule por zonas como las que rodean a Insurgentes Sur, del Viaducto a San Ángel, debe entrarle una sensación de desasosiego como la que a mí me invade cada vez que volteo a ver cómo un terreno sobre el que había una casa, de un día para otro se reviste de mamparas o cortinas de lámina que impiden al viandante cerciorarse de lo que ocurre de aquel lado de la barda.
Tras mucho merodear, sortear la mirada inquisidora de los responsables de las obras e incurrir en actitudes un tanto osadas, puede uno ver cómo grandes grúas y “manos de chango” trabajan incesantemente para excavar decenas de metros en estos terrenos y hacer fosas de una hondura capaz de causar vértigo al más avezado en estas lides de la observación de las profundidades abisales con que los “desarrolladores” urbanos compensan las limitaciones de la construcción vertical que —supuestamente— les imponen las autoridades delegacionales, la Seduvi y el Invea, dependencias del Gobierno de la Ciudad de México que deberían cuidar como a la niña de sus ojos toda acción que tenga que ver con el crecimiento urbano, especialmente si se trata de hechos irreversibles, como la edificación de edificios de vivienda, oficinas y comercios.
En la mayoría de las ciudades del mundo —y ésta no deberías ser la excepción, al menos en el papel—, todo plan de desarrollo urbano contempla un equilibrio entre la superficie construida, los espacios públicos, las zonas verdes, las banquetas, los parques y jardines, que aquí parecen ser una especie amenazada o en franca vía de extinción.
Resulta lamentable ver que en espacios como el antiguo parque Delta o del Seguro Social, en lugar de hacer un pulmón urbano, se instaló un centro comercial. Lo mismo le pasó al Toreo de Cuatro Caninos y está ocurriendo con la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixihuca. Tristemente, es previsible que, si algún día se termina el nuevo aeropuerto que quieren construir en el lecho del lago de Texcoco, la oportunidad de aportar un nuevo pulmón a la Ciudad de México, que tanta falta hace en el Oriente, los terrenos serán depredados por constructoras de vivienda, oficinas y plazas comerciales, a ciencia y paciencia de nuestras “autoridades” y de todos los que vemos estas actitudes atrabiliarias y no actuamos para frenarlas por todas las vías a nuestro alcance.
Como denuncian constantemente algunos periódicos, las normas de construcción e incluso el más elemental sentido común se violan constantemente en aras de “maximizar” las ganancias. Así, la norma es que en edificaciones de lujo que valen varios millones de pesos, las puertas del estacionamiento se abran hacia la banqueta y que bloqueen el paso de los peatones, que los constructores de “ganen” espacio a la acera y que se viole todo límite a la altura y especificaciones de los edificios, aante la mirada complaciente de las autoridades delegacionales, que en este caso son los delegados de Benito Juárez —Christian von Roerich, derl PAN— y Álvaro Obregón —María Antonieta Hidalgo, del PRD—, quienes autorizan —o al menos se hacen de la vista gorda— la edificación de gigantescas torres de oficinas y centros comerciales que, dado el estado de la economía, y pese a que se nos dice constantemente que vamos tomando vuelo para dar el salto al Primer Mundo, difícilmente llegarán a la plena ocupación en los próximos 10 años.
Sin embargo, los enfebrecidos constructores parecen saber algo que al común de los mortales no nos es dado conocer, de modo que actualmente construyen decenas de torres de 20, 30 y más pisos a lo largo de este “corredor”.
También mueve a rabia ver cómo edificaciones que en su momento fueron clausuradas por violaciones graves a las disposiciones del reglamento de construcción o de los supuestos planes de desarrollo, e incluso sujetas a demolición (de acuerdo con los sellos que se les colocaron), en algún cambio de delegado olvidaron la clausura y alegremente terminaron la obra con todo y acabados, en espera de que algún otro “amigo” les permita cerrar el negocio, sin importar qué normas violentaron o cómo se afecta el frágil equilibrio del entorno urbano en la Capital.
Los peatones, por supuesto, no pintan para mandamases de las delegaciones y el gobierno ni para empresarios sin escrúpulos. Así, mientras a un humilde albañil puede ser privado de la libertad por pintar una fachada o “hacer mezcla” frente a la construcción en la que trabaja, este grupo de negociantes abusivos e inescrupulosos puede ocupar la banqueta para estacionar la maquinaria y descargar el material de construcción necesario para revestir las profundas fosas —sin duda, clandestinas— que se cavan a 30 o más metros de profundidad para hacer, hacia abajo, un edificio de proporciones similares a las de la obra que se eleva sobre el nivel de la calle. ¿Por qué a unos se les descarga el injusto peso de sanciones corporales y a los dueños de estas nuevas torres nadie los molesta siquiera con el pétalo de una amonestación? La respuesta, por obvia, no debe soslayarse: por la infame mancuerna que forman la corrupción y la impunidad.