* Los espacios que tienen la judicatura y los ministerio públicos para hacer realidad esta reforma, además de culturalmente restringidos, tienen que ver con la percepción de justicia y legalidad que acompaña a cada una de las idiosincrasias involucradas
Gregorio Ortega Molina
Los símbolos de la decadencia son inequívocos. Fueron insuficientes diez años para que el Poder Judicial de la Federación, junto con las áreas federal y local de la procuración de justicia, hiciese realidad la reforma constitucional penal.
De inicio hubo resistencia entre ministros, magistrados y jueces. Incluso Mariano Azuela Güitrón desconfió de los llamados juicios orales, porque él supo que de no hacerlos públicos la transparencia adquiriría un tono gris, y de abrirlos a la prensa, la discusión entre defensa y acusador habrían exhibido todos los aspectos negativos del supuesto culpable, aunque a la postre resultara inocente.
Exponer al escarnio a través de las redes sociales y los medios informativos a un supuesto culpable, pudiera devenir en la tergiversación del juicio, porque los seres humanos de formación católica, pero sobre todo ajenos al puritanismo anglosajón, se inclinan por emitir opiniones apresuradas, incluso antes de contar con todos los elementos para hacerlo.
Escribámoslo con todas sus letras: la reforma constitucional penal está muerta porque la resistencia a concretarla es interna, nació y creció dentro del Poder Judicial federal y locales. No es cierto que se deba a insuficiencia de fondos, pues las rejillas de prácticas bien pueden habilitarse como salas de juicio, pero Dios libre a los jueces de trasladarse de un lado a otro, de correr.
Otro aspecto de este terrible fracaso convertido en indeleble sello de la decadencia mexicana, es la diferencia de percepciones entre justicia y legalidad. Los neófitos del tema lo vemos de manera distinta a como la aplican los miembros de la judicatura.
Pero claro, como dicha reforma fue parte de las exigencias del TLC, la globalización y del proyecto geoestratégico de integrar a Canadá, EEUU y México en un bloque llamado América del Norte, se impuso a como diese lugar, sin considerar las asimetrías culturales, puesto que las legales pueden plancharse.
Es prudente reconsiderar lo que hoy sucede con México para satisfacer las exigencias de los prebostes de la Casa Blanca, porque hay diferencias irreconciliables en asuntos civilizatorios, como tarde lo descubrieron los emperadores romanos, tan tarde que eso favoreció, entre otros muchos factores, la decadencia y caída del Imperio.
Los espacios que tienen la judicatura y los ministerio públicos para hacer realidad esta reforma, además de culturalmente restringidos, tienen que ver con la percepción de justicia y legalidad que acompaña a cada una de las idiosincrasias involucradas. Ciertos valores en apariencia universales, a la hora de pretender unificar criterios para borrar asimetrías y garantizar piso parejo para su aplicación, muestran las profundas y reales diferencias.
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