Javier Peñalosa Castro
Con bombo y platillo, el gobierno en turno anuncia que hay más empleo permanente que nunca. Lo que no dice es que esos empleos pagan la mitad o la tercera parte de lo que hasta hace muy poco se entregaba a cambio del mismo trabajo y que, por supuesto, las cacareadas “prestaciones de ley” no incluyen más que unos cuantos días de vacaciones al año, un servicio médico deficiente y una aportación a Afores con la que es virtualmente imposible tener acceso a una pensión digna. Nada más.
Sin embargo, muchos mexicanos —y especialmente mexicanas— optan por cobrar un salario mínimo (o dos, que no significa resolver las necesidades de una familia de tres o cuatro miembros) a cambio de la supuesta seguridad que brinda este tipo de contratación y el acceso a un servicio médico deficiente, pero indispensable cuando no se tiene acceso a ninguna otra opción.
A esto se suma el hecho de que los magros salarios pierden constantemente su escaso valor a causa de la inflación. Voces de alarma llaman la atención porque, de acuerdo con las cifras oficiales, los precios de bienes y servicios aumentaron en 6.6 por ciento anual, cuando en realidad el encarecimiento de todo lo que se requiere para malvivir es constante y alarmante, en tanto que el salario mínimo en México sigue siendo celosamente congelado por gobierno y empresarios, coludidos en ese engendro que se llama Comisión Nacional de Salarios Mínimos y que constituye uno de los mayores lastres para los más pobres.
Es tan escandaloso el abuso que se perpetra contra los trabajadores mexicanos que, en el marco de las conversaciones que llevan a cabo representantes de Canadá, Estados Unidos y México para revisar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el gobierno canadiense ha protestado por lo inequitativo que resulta para las industrias manufactureras de otras naciones competir con México, donde los salarios son verdaderamente miserables, y pese a que ha hecho un llamado para que se revisen, los representantes de nuestro país se defienden como gatos boca arriba ante la posibilidad de “perder competitividad”, sin importar que tal ventaja se dé a costa de la salud y el bienestar de la inmensa mayoría de la población.
Cuando se anunciaron las famosas reformas estructurales se nos pintó un panorama brillante que algunos creyeron posible: se habló de que en 2020 seríamos una potencia intermedia, con tasas de crecimiento por arriba del 5% anual, con pleno empleo y salarios remuneradores, con un sistema educativo de primer mundo, una creciente industria y, sobre todo, un país en el que se habría desterrado la pobreza extrema y se avanzaría rumbo a la prosperidad.
Por supuesto, en el escenario de la llamada reforma energética, se nos prometió que disminuirían los cobros en los recibos de la luz, se pagaría menos por las gasolinas y se generaría tanta riqueza que habría que pensar en cómo repartirla: Un poco a imagen y semejanza de la preocupación de José López Portillo sobre cómo administrar la abundancia.
La realidad es que, a tres años de que venza el plazo —que nos recuerda al de la Cenicienta—, son muy escasos los logros alcanzados como fruto de tales reformas. El Producto Interno Bruto crecerá —de manera inexplicable y contra todo pronóstico— 3% este año, en buena medida por la depreciación del peso, que ha reducido el precio de nuestras exportaciones y servicios, incluido, por supuesto el salario y el remate de los activos petroleros, que han dejado algo en las mermadas arcas públicas.
El empleo, como decíamos, ha crecido en cuanto a número de plazas disponibles, pero el salario se ha reducido en términos reales debido a la contención artificial de Comisión de marras y la mejora del “nivel de vida” es un pasivo que siguen arrastrando los llamados gobiernos “neoliberales”
Como ya lo hemos dicho aquí, “la reforma más importante” del sexenio, la educativa, aún no arranca, ni se sabe bien a bien en qué consista, por más que El Niño Nuño intente explicarlo. Eso sí, se espera que arranque justamente dentro de un año, cuando el gobierno actual nada podrá hacer para instaurarla y menos para supervisar su avance.
Eso sí, el okupa de la Secretaría de Educación sigue exhibiendo su ignorancia, su mal tino y su falta de carisma, como cuando confundió a la prestigiada astrónoma mexicana Julieta Fierro con una astróloga, durante la observación del eclipse de sol que tuvo lugar la semana que termina. Lo peor del caso es que no debería tratarse de un burócrata ignorante más, sino del responsable de la educación de millones de mexicanos. En fin… Aparentemente, por más que intentemos ponerlo a ler, este personaje de la picaresca política mexicana simplemente no tiene remedio.
Cada vez que hacemos un repaso de los avances de estas reformas nos quedamos a la mitad, pues el esfuerzo de repasar cada una de las promesas resulta decepcionante y estéril. Aparentemente habrá que esperar a que un nuevo gobierno revise con seriedad cada uno de estos aspectos, que ciertamente son vitales para el país y plantee soluciones que realmente beneficien a la mayoría de los mexicanos y que, así no sea en un plazo perentorio, les permita recuperar paulatinamente lo perdido y mejorar sus condiciones de vida.