CUENTO
-Antes que nada, amigo, la neta la neta, tienes que tener ese aspecto de niño fresa. Ya sabes. ¡Eso siempre ayuda! Por ejemplo. ¿Acaso tú crees en Zara van a contratar a un tipo gordito y morenito? ¡Por supuesto que no! Pues entonces, Raúl, como tu amigo que soy, el consejo que puedo darte es que te blanquees.
-¿Blanquearme? ¿Y cómo es eso? -preguntó Raúl.
-Mira rey. Pon atención, que a mí no me gusta repetir las cosas. Ah, ¡cómo te lo explico! Mira. Lo primero que tienes que hacer es buscar en internet.
Estoy seguro que allí encuentras lo que trato de decirte, y hasta la manera más eficiente para conseguirlo.
Raúl no entendió nada de lo que su amigo le dijo. Después de que éste se fue, se quedó pensando en todo aquello. Raúl era un escritor con talento, pero no tenía lo más necesario para ser tomado en cuenta; no tenía un rostro atractivo. Es por eso que Eduardo le había hablado de manera sincera, diciéndole las cosas tales como eran.
-Amigo. Nadie te va a hacer caso con esa cara que tienes. Sí de verdad quieres que se fijen en ti, pues tienes que lucir como lucen las celebridades.
-Pero yo no soy una celebridad, Eduardo. Soy un escritor.
-¡Es lo mismo! Hoy en día en todas partes manda el dios Aspecto Y si tú no luces más o menos, pues ten por seguro que nunca triunfarás, así tengas el talento de un Edgar Allan Poe.
-¿Tú crees?
-¡Claro que sí! Y si no me crees, pues sólo compra el periódico cualquier sábado, ¡abre la sección de sociales y mira cómo todos se han blanqueado! Raúl, ¡no es ciencia Y a nadie se le puede culpar por querer ser bien visto y aceptado en esta puta sociedad racista. Rey, cuando mires las fotos, busca en especial a los que tengan apellidos en maya y español. Fíjate en sus rostros, y luego fíjate en sus tonos. Entonces a ver si así entiendes lo que trato de decirte…
Raúl era moreno y alto, pero lo que no lo ayudaba era su rostro de rasgos aindiados.
-El destino, amigo mío, no quiso favorecerte dándote un rostro menos tosco. Con esa cara que tienes, la neta, no creo que lo logres. Mira. Por si no te has dado cuenta, ¡vives en Mérida! Ji, ji. -Eduardo rió de manera socarrona al decirle esto último a su amigo- ¡Mé-ri-da! ¡Pelaná!; en esta pinche ciudad solamente los blanquitos son bien aceptados. Te lo digo yo, porque lo sé. A Dios gracias doy de no ser yucateco, si no, ¡no sé en dónde estaría! Raúl, brincos diera yo por tener el talento que tú tienes, pero la neta es que la vida en vez de eso me dio otros talentos que me han sacado de pobre.
Hacía más de diez años que Eduardo había llegado de la capital del país para probar suerte en Mérida. Un amigo suyo le había contado que -como en los tiempos antiguos- si uno como él poseía un físico envidiable, pero sobre todo una piel blanca, las posibilidades para desposarse con una niña bien de la sociedad yucateca eran enormes. Entonces Eduardo, que tenía el tipo de físico que su amigo le decía, empacó sus pocas pertenencias, vendió algunas cosas que tenía, y con el dinero que obtuvo se compró ropas de marca. Su amigo le había dicho que tenía que lucir como si perteneciese a los de la clase pudiente. Entonces, haciéndole caso a su amigo, gastó todo el dinero en pulir su imagen. Fue a una estética, ordenó que le cortasen el pelo a la moda actual -casi gay-, y también pidió que le hicieran el manicure, que le depilasen muy bien las cejas, la barba, y todo lo que era necesario para lograr el efecto requerido. Después de gastar en tantas cosas, solamente le quedó dinero para comprarse un boleto en camión de segunda.
Después de viajar por más de dos días, por fin llegaba a su destino. Se sentía muy cansado y algo arrepentido, pero luego enseguida recordó que su amigo había triunfado, y que él también lo haría. Entonces sus ánimos se le avivaron.
Cuando se bajó del camión estiró su cuerpo y adoptó esa actitud de joven “nice”… A los pocos meses de haber hecho su arribo en la tierra donde las niñas de sociedad siempre están “pocheando” casarse con sus príncipes azules de otras latitudes, Eduardo fue cazado por la mirada de la hija de un señor llamado Aldo Luján, quien era miembro de no sé qué institución de música.
Al conocerla, Eduardo -que ya había averiguado quién era la muchacha -le mintió diciéndole que era director de orquesta. Y la joven damita rápidamente quedó completamente fascinada por aquel güerito. A los pocos días transcurridos, lo llevó a su casa y se lo presentó a sus papás, y éstos, que también eran “poches” de los buenos prospectos -como todos los demás papás de las niñas de sociedad- también quedaron perdidamente enamorados del güero. Y, antes de que éste se les escapase, después de cumplir un mes de noviazgo le dijeron a su hija que tenía que proponerle matrimonio. Y la niña bien, dijo que sí, se fue corriendo a su cuarto para llamar a su príncipe y darle la noticia de su vida.
-¡Pendejo!- exclamó Eduardo cuando su noviecita colgó-. ¡Tenías razón! ¡Éstas pendejas caen como moscas sobre la mierda cuando ven a alguien como tú y yo! -Eduardo se refería a su amigo, a ese que le había dado la grandiosa idea de venir a Mérida a cazar a una niña bien.
El joven del aspecto “nice” se casó a lo grande con su novia. En la boda, por parte de él, solamente su coterráneo estuvo presente. Eduardo todavía no conocía a Raúl. En la fiesta hubo de todo, y nadie vio nada de raro en que los papás del novio no hayan estado presentes. Eduardo les inventó el cuento de que sus padres no pudieron venir porque su papá estaba muy lejos, al otro lado del mundo, cuidando a su mamá que había tenido un accidente esquiando en los Alpes Suizos.
-¡Amor! ¡Ahora soy la señora de Mologrand! -exclamó Silvana, cuando su marido le colocó el anillo en su dedo.
La fiesta duró hasta las cinco de la mañana, pero los esposos ya no estaban. Hacía más de una hora que habían partido para su luna de miel. Eduardo, el flamante esposo, no dejaba de pensar en lo que le esperaba. ¿Y si su nueva esposa se daba cuenta? ¿Si se daba cuenta de que solamente se había casado con ella por interés? Imposible. Él era un excelente actor, y como tal interpretaría el papel del marido perfecto.
Y como todo lo que empieza tiene que terminar, los días de luna de miel de los esposos llegaron a su final. Entonces regresaron a Mérida. Eduardo no imaginaba de que su suegro le tenía preparado una enorme sorpresa. Cuando su esposa y él llegaron a la casa de sus suegros, después de terminar de comer los dos contaron detalles de su luna de miel…, hasta que Don Aldo los interrumpió para decirles:
-Hija mía; querido yerno, ¡les tengo una sorpresa! -Eduardo, al escucharlo, enseguida pensó que la sorpresa se trataba de un coche deportivo, como los que a él le gustaban mucho, pero no. Su suegro dijo que la sorpresa era una casa grande en la mejor zona del norte de Mérida, y que a partir de ahora ellos eran los dueños.
-¡Papi, muchas gracias! -dijo Silvana muy emocionada., y se levantó de su silla para ir a besar a su padre.
-¿Tú no dices nada, yerno? -Eduardo no había mostrado ningún cambio en su rostro.
-Gracias, suegro, pero no tenía por qué molestarse…
Y desde aquel día Eduardo tuvo una vida de rey. Su aspecto físico había bastado para que su suegro le diese todo: coche, casa, una pensión de 30 mil pesos quincenales, y el puesto de conductor en su orquesta sinfónica.
-Para que así las malas lenguas no digan que no haces nada y de que yo te mantengo…
Eduardo odiaba la orquesta, pero para no perder todo lo que hasta ahora había conseguido, siempre accedía a conducirla. Se subía a su podio y empezaba a mover la batuta. Tan tan… Y todo el público de la sociedad meridense que lo iba ver lo ovacionada fuertemente al final de cada pieza conducida. Y todo el público “wanna be” se desvía al final del concierto por querer demostrar sus conocimientos sobre la música clásica.
Al día siguiente, en los principales periódicos de Mérida, uno podía leer el artículo con comentarios sobre la actuación de Eduardo. Muchos y muchas eran los “wanna be´s” conocedores de la música clásica, pero la más famosa de todas era la ex gobernadora Doña Tamala del Rancho Grande.
Con poco tiempo de haber hecho su debut en los conciertos, Eduardo se volvió un personaje muy conocido por todos los integrantes de la elite clasista. Siempre lo reconocían en todas partes. La gente se le acercaba y lo chiqueaban, le pedían su autógrafo, etcétera, etcétera. Después de un tiempo, Eduardo se empezó a hartar de tanta atención. Ya no podía pasar desapercibido, y esto lo ponía de muy mal humor. Entonces empezó a desear tener más privacidad. Como Mérida era muy pequeña, y como allí casi todo el mundo lo conocía, se le ocurrió una idea. Y así es como conoció a Raúl.
Raúl vivía en el sur del estado, en un pueblito llamado Muna. Trabajaba como mesero en una fondita de comida. Eduardo lo conoció cuando se detuvo a comer aquí; regresaba de conocer Uxmal.
Eran la una de la tarde y ya casi no había personas en la plaza. Era agosto, uno de los meses más calurosos del año. Eduardo no paraba de sudar. Cuando se sentó a su mesa tomó un montón de servilletas de papel y se los pasó por la cara, la nuca y los brazos. Raúl lo vio y se rió.
-¿Le puedo tomar su orden? -preguntó a Eduardo cuando estuvo frente a él.
-¿Qué… qué es lo que tienen aquí para comer?
-Pues mire. Por el aspecto que usted tiene, no creo que vendamos la comida que acostumbra comer.
– ¿Cómo?
-Quiero decir que enseguida se nota que usted solamente come en puros restaurantes de lujo.
-¿Por qué lo dices?
-Por su aspecto. ¡Por qué más va a ser! -Esta vez fue Eduardo el que rió. Y estas palabras bastaron para que Raúl le simpatizara mucho.
-Si yo te contará… -dijo Eduardo.
-Soy todo oído.
-¡Oye! ¡Qué atrevido eres! Si ni siquiera sé cómo te llamas.
-Me llamo Raúl… -Eduardo comía su sopa de lima. Raúl se había sentado a su mesa a petición de él. Como ya no había otras gentes que atender, Raúl no vio ningún problema en aceptar. El visitante se presentó ante él.
Eduardo no dejó de hablar mientras comía. Ambos se contaron partes de sus vidas. Y después que terminó de comer pasó a retirarse, pero antes saludó de mano a su nuevo amigo y le dijo que estaría regresando muy seguido a su pueblo…
-¡Ajá! ¡Con que esto es lo que él quiere que yo haga! ¡Pues no lo haré! Prefiero seguir siendo como soy, y no prestarme a lo que la sociedad obliga a uno hacer… –Raúl se encontraba mirando la sección de sociales, y no sabía si reír o llorar al ver el rostro de todas aquellas personas que de manera forzada trataban de suavizar sus rostros. Raúl no conocía mucho de cirugías, pero sí sabía el nombre de unos dos o tres tratamientos estéticos para mejorar el aspecto de un rostro: “Peeling, lifting”, que en español quiere decir algo así como “lavado y estiramiento de cara”, así como también algunas cirugías para mejorar la forma de la nariz, la mandíbula, ¡y todas las demás partes del cuerpo! En fin –pensaba él- si uno tenía dinero, no había nada que no se pudiese modificar.
¡Pues si no lo quieres hacer, es mejor que te vayas olvidando de triunfar en esta sociedad! Por si no lo sabes, Raúl, hoy en día no hay persona que no se haya dado una manita de gato. Yo, por ejemplo, ahora que voy a cumplir los treinta y ocho, me he vuelto un adicto al botox.
-Sí –intervino Raúl-, pero tú y todos ellos pertenecen a clase alta y media alta, y yo ¡ni siquiera tengo dinero para comprarme uno de esos jabones que sirven para evitar que te salgan granos en la cara!
-Vamos, Raúl. Estás bromeando, ¿verdad? A ver dime, ¡dime cuándo te he negado yo mi ayuda!
-Es verdad, Eduardo. Gracias a tu ayuda monetaria yo he podido dedicarme todo este tiempo solamente a escribir.
-¡Entonces!
-Eduardo…. ¡yo no puedo permitirme gastar ningún peso de los que me das en algo tan superfluo y banal! Además, no me importa si no consigo triunfar. De todas maneras, creo que regresaré al pueblo para seguir trabajando de mesero…
Cuando Eduardo conoció a Raúl, y cuando éste le contó que era escritor, le dijo que él podía ayudarlo, pero con la única condición de que se mudara a vivir con él a Mérida. Después de contarle todo a detalle, Raúl dijo que no había ningún problema. Aceptó el ofrecimiento que Eduardo le hacía, todo en pos de su creatividad literaria…
-Perdona que no te lo haya dicho cuando nos conocimos, Raúl, pero soy gay. Este apartamento lo compré para traer aquí a mis amantes. Mérida es una ciudad pequeña, ¡todo se sabe! Así que yo no puedo arriesgarme a que mi situación se descubra.
-¡Pero si tu suegro te mantiene, y tu esposa te quiere!
-¡No digas tonterías, amigo. –Eduardo rió y chasqueó los dientes-. Ni siquiera conoces a Silvana. Ella, como la mayoría de sus amigas, solamente vive para la moda y… para los hombres. Fíjate que hace poco me enteré de que tiene un amante. Así que, como has de ver, ni ella ni yo somos unas blancas palomitas.
-¡Pero y tu suegro!
-¡Ah! Mi suegro. El muy maldito solamente se dedica a organizar cenas para recaudar fondos dizque para ayudar a grupos vulnerables. Pero él no sabe que yo lo sé todo, que es un vil ladrón, y que todo el dinero que reúne va a dar directamente a sus bolsillos… ¡Raúl, pero en qué mundo vives!…
En el principio a Raúl le incomodó muchísimo tener que ser el alcahuete de su amigo, pero no tenía otra alternativa. O era eso o dejaba de escribir. Entonces no le quedó más remedio que volverse el cómplice de su secreto.
El departamento de Eduardo era de dos pisos. Raúl habitaba la parte alta, así que casi nunca se enteraba de cuando su amigo traía una visita, porque el cuarto que él utilizaba para sus cosas estaba abajo, pero aun así, a veces llegaba a escuchar los gemidos de su amigo y compañía. Cada vez que esto sucedía él enseguida buscaba sus audífonos y ponía a sonar música muy fuerte en sus oídos.
Raúl casi nunca salía de su cuarto, y cuando lo hacía solamente era para ir a buscar agua a la cocina. Cuando se quedaba sin papel o tinta, o cualquier otra cosa necesaria para su escritura, le pedía a su amigo que se lo comprara. Eduardo nunca se negaba. Le gustaba ayudar a su amigo en todo, porque Raúl era la única persona que lo conocía sin mascaras de ningún tipo. Y aunque eran muy diferentes en el plano físico y personal, ninguno de los dos se explicaba cómo es que eran amigos.
Raúl -como la mayoría de los buenos escritores- era un ser aislado y solitario. Eduardo era todo lo contrario; pero a veces, cuando se ponía triste por estar lejos de su tierra, entraba al cuarto de su amigo, se sentaba en una silla y no decía nada. Le gustaba ver a Raúl sentado frente a su mesa llena de papeles y libros. Al mirarlo tan concentrado en su escritura empezaba a pensar de que su amigo era un ser muy dichoso, porque tenía un sueño que perseguía, en cambio él no. Él, a pesar de su vida agitada y llena de placeres, no era feliz. Pero sus accesos de nostalgia duraban poco; se le pasaban y luego enseguida volvía a ser el mismo de siempre, entonces le preguntaba a su amigo que si haría lo que él le sugería. Raúl le contestaba que no. -Pasó el tiempo, dos años.
Un día Eduardo llegó a su departamento a toda prisa, y de manera igual subió las escaleras para ver a su amigo. Raúl estaba como siempre escribiendo.
-Raúl, ¡te tengo una excelente noticia!
-¿De qué se trata? –preguntó Raúl, sin interrumpir lo que hacía.
-Esta mañana, mientras leía el periódico, me encontré esto. ¡Míralo! –Eduardo le pasó el recorte del periódico a su amigo, éste lo agarró y lo miró. La nota trataba sobre un concurso literario llamado “Beatriz Espejo”.
-Amigo, ¡esta es una gran oportunidad para ti! ¿No crees?
-Sí, creo que sí –respondió Raúl, con desanimo.
-¡Qué pasa! ¿No quieres concursar?
-No, Eduardo. ¡Claro que sí quiero!, pero con todo lo que me has dicho sobre lo que necesito para triunfar, no creo que mi trabajo valga. Además, lo he pensado mucho y creo que tienes toda la razón. Nadie me tomará en cuenta por mi físico, así yo tenga, como tu dijiste, el talento de un Poe.
-¡Se me ocurre una idea! –Dijo Eduardo, lleno de puro optimismo-. ¿Sabes qué haremos? ¡Me haré pasar por ti! Es decir que fingiré ser el autor de tus cuentos.
-Lo que tú digas –contestó Raúl, siempre con desanimo.
-¿Tienes algún trabajo terminado? –preguntó Eduardo.
-Sí. Tengo unos dos o tres que ya están completamente listos.
-Pues entonces, amigo, ¡mandaremos el que tú creas que es el mejor!
Después de terminar de hablar con su amigo, Eduardo se despidió. Minutos antes le había comunicado a Raúl que él mismo iría a buscar las bases del concurso al lugar que mencionaban en el periódico.
A la mañana siguiente, cuando se presentó en la biblioteca, todas las personas -pero sobre todo las mujeres- al verlo, quedaron embelesados por su físico tan atractivo.
-¿Las bases del concurso…? -Un empleado en recepción lo había mandado con esta dama con la cual ahora hablaba-. Ah, ¡sí! Por supuesto, las bases del concurso… ¡Ahora mismo le doy un folleto! -Eduardo notó que la señora parecía atontada, o algo parecido. Cuando ella regresó después le preguntó a Eduardo:
-Joven. ¿Usted concursará? -Eduardo notó que ella le estaba coqueteando de manera descarada.
-Sí, por supuesto que sí, pero la verdad no creo que gane.
-¿Y por qué dice eso? Si es tan guapo.
-Sí, tal vez sea yo guapo, pero no creo tener el talento suficiente. Mis cuentos son malos.
-Venga, ¡acérquese! -dijo la señora en voz baja-. ¿Le digo algo? Yo soy una de las cuatro personas que será parte del jurado calificador.
-¡No me diga! -exclamó Eduardo sin controlar el tono de su voz. Varias personas que estaban cerca lo voltearon a ver.
-Sí, ¡pero baje la voz! -se apresuró a pedirle la señora-. ¿Y sabe qué? Yo podría hacer que usted gane.
-¿Cómo? -preguntó Eduardo, imitando el tono de ella-. ¡Cómo lo haría!
-Eso déjemelo a mí. -La señora le guiñó el ojo, le estrechó la mano, y después se marchó.
-Pero, maldita sea. ¡Por qué nunca me equivoco! -Exclamó Eduardo mientras salía a la calle-. Pobre Raúl. Si él lo supiera… ¡Malditos jurados! Con que hay favoritismo…
Eduardo entró a una librería y compró todo lo que iba a necesitar para el cuento: un sobre grande, uno chico, un cd en blanco para grabar la versión digital del cuento, y un marcador para rotular los sobres.
Después de reunir todas estas cosas pasó a la caja para pagarlas, luego regresó a su departamento. Se sentía muy contento de ayudar a su amigo. Le gustaba pensar que de verdad estaba contribuyendo a crear algo bueno.
-Pero si no me queda dinero -dijo Raúl, cuando su amigo le comunicó que tendría que ir a un ciber-. Además, tú sabes que odio salir a la calle… Dime -quiso saber Raúl-; ¿no se puede mandar las copias escritas a máquina?
-No, Raúl. La señora esa que me atendió me dijo claramente que hay que mandarlo como dice en el folleto, con letras así y márgenes así… ¡yo que sé! ¡No sé nada de escritura!
-Times new roman, Eduardo… ¡se llama times new roman! -Raúl leía el folleto.
-¡Pues eso! ¡Times new man! -Raúl rió al escuchar a su amigo. Tan sofisticado y ni siquiera podía pronunciar algo muy simple. Eduardo siguió hablando:
-Mira, amigo. Si te da miedo salir a la calle para ir al ciber, ¡pues he de traerte la maldita computadora hasta aquí! ¡Y listo, el problema se acabó! Raúl, ¡no puedo entender por qué te da miedo salir a la calle!
-Tal vez sea porque no soy guapo como tú.
-¡¿De verdad es por eso?!
-No, ¡tonto! ¡Es broma!
-Ah, menos mal. ¡Ya me habías asustado! Entonces dime por qué.
-No lo sé, Eduardo, ¡no lo sé!
-Pues entonces tendré que hacer lo que he dicho. Ahorita regreso. No tardaré mucho…
Luego de una hora y media Eduardo regresaba con la maquina a su departamento. Le había costado un poco de trabajo conseguirla. Después de buscar y preguntar en varios establecimientos de computadoras, al ver que nadie le quería rentar una, se le ocurrió una nueva táctica de convencimiento:
-Mire. Tengo un amigo que es paralitico y alérgico. No puede salir de su cuarto para nada porque todo le hace mal. Es por esto que necesito llevarle la máquina. -Eduardo había repetido este mismo argumento ante varios dueños de ciber-cafés, los cuales se negaban ante su petición…, hasta que entonces uno le dijo:
-¿Y por qué no le compra una lap-top?
-¡Claro! ¡Pero qué bruto soy! ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Dígame, ¿cuánto cuesta? ¿Tiene una disponible ahora?
-Sí. Bueno, no. Tengo una pero no es nueva. No sé si a usted le interese.
-Respóndame sólo una cosa. ¿Se puede escribir con ella?
-Por supuesto que sí.
-¡Pues entonces me la llevo! Mi amigo la necesita ahora tanto como a su silla de ruedas.
Eduardo salió del ciber con la máquina bajo el brazo y regresó a su coche. Condujo de vuelta a su departamento sin parar de reír. “Espero que con esto Raúl pueda escribir su cuento.” -Raúl se sintió muy contento al ver lo que su amigo le había traído. Con este artefacto iba a ahorrarse muchas hojas y un montón de tachaduras. La máquina le simplificaría toda su escritura.
-Te dejo solo para que puedas escribir -Su amigo exploraba con los dedos el teclado de la lap-top.
Raúl se la pasó despierto toda la noche. Tecleaba y tecleaba todas las palabras que componían su cuento. Eduardo le había dicho que vendría muy temprano a buscarlo para luego llevarlo a su destino.
Eran las cinco y algo de la mañana cuando Raúl tecleó la palabra “Fin” sobre la hoja virtual. Luego escribió debajo el nombre, más bien el seudónimo que Eduardo le había dado, y por último algo que no podía dejar de faltar: la fecha. Después de hacer todo lo anterior, volvió a acercar sus ojos sobre la pantalla, a pesar de que éstos le dolían y le ardían muchísimo, y trató de cerciorarse de que el texto no tuviese ningún error de gran importancia…, pero entonces no se dio cuenta; asentó su cabeza sobre la superficie de la mesa, y se durmió.
-¡Despierta, que ya es tarde! -Eduardo lo sacudía del hombro. Raúl abrió su boca, y arrastrando las palabras preguntó:
-¿Qué quieres? ¡Déjame dormir!
-¿Lo terminaste?
-¿Qué?
-¡Pues qué más, bruto! ¡El cuento!
-Ah, sí. Aquí está. -Raúl colocó la palma de su mano sobre la cubierta de la lap-top y dio unos golpecitos encima a manera de indicación.
-Muy bien, muy bien. Ahora solamente nos faltará imprimirlo -dijo Eduardo.
-¡Imprimirlo! -exclamo Raúl, despertándose de repente-. ¡Se me había olvidado!
-No te preocupes -le contestó su amigo-. Tú sigue durmiendo, que yo me encargaré de ello.
-¿Tú? -Raúl ya se había incorporado en su asiento-. ¡Pero si ni siquiera sabes cómo se enciende la máquina!
-Oh, claro que no, pero la persona a quien se la compré sí. Así que es él a quien le pediré que me lo imprima. Así que ahora solo me falta saber una cosa. Dime cuál es el nombre del archivo. -Raúl escribió en un pedazo de papel el nombre que tenía el archivo, el cual era el mismo que el título del cuento, y se lo entregó a su amigo. Después que Eduardo salió del cuarto, intentó seguir durmiendo. No le preocupaba nada lo del concurso, en cambio a Eduardo sí. Al parecer Raúl se había rendido ante su destino. Jamás triunfaría porque no tenía lo que se necesitaba para hacerlo. No tenía un rostro como el de su amigo. Eduardo siempre había tenido razón…
Era Agosto y faltaban cuatro meses para diciembre, el mes en el que sería anunciado el ganador del concurso. Raúl últimamente andaba deprimido, todo lo ponía triste. Era agosto, el mismo mes en el que había conocido a Eduardo, su benefactor. Ahora ni siquiera a él lo soportaba ver, y no podía entender el por qué. Todo le resultaba difícil de sobrellevar. Ya casi no escribía, ya casi no hacía nada. Entonces un día, sintiéndose decepcionado de la vida, agarró su pocas pertenencias y se fue. No le dijo nada a su amigo, y tampoco le dejó ninguna nota sobre su partida.
El tiempo pasó y diciembre llegó. El concurso de cuento lo había ganado un escritor de nombre “Eddy Holegrand”. Después de saber esta noticia, Eduardo se subió a su auto y fue hasta el pueblo de su amigo para decírselo, pero no lo encontró. Preguntó y buscó por Raúl, pero todos le dijeron que desde que se fue a vivir a Mérida nunca lo volvieron a ver.
-¡Qué puta vida más injusta! -sentenció Eduardo muy molesto, mientras regresaba a Mérida. Todo lo que él había empezado como una broma de mal gusto había terminado por convertirse en algo muy doloroso; su amigo, la única persona que lo conocía de verdad lo había abandonado. Eduardo se sentía muy triste.
Enero llegó, la fecha para ir a recibir el premio del concurso. Eduardo pensó que no podía dejar de ir a buscarlo, que era lo menos que podía hacer en honor a su amigo… Cuando alguien en aquel salón mencionó su nombre, se levantó de su silla y caminó hasta la mesa donde estaban sentados los jurados y otras personas más. Le costó muchísimo trabajo fingir que estaba feliz. Todo lo que él sentía era asco, asco de las personas que le tendían la mano para felicitarlo -entre estas personas se encontraba la señora que lo había atendido aquel día. Sentía querer gritarles que no era él quien había escrito el cuento que ahora ellos premiaban. Eduardo jamás sabría si el cuento había ganado porque era muy bueno, o porque todos los demás jurados, al saber que el autor era güerito y guapo, le habían concedido el voto favorecedor. “¡Qué injusta es la vida!”. Nada de todo ese reconocimiento le pertenecía. Él lo único que había hecho era ponerle su imagen al cuento de su amigo, aquel que jamás tendría un rostro guapo como el suyo. Eduardo se prometió encontrar a Raúl para entregarle, no solo el dinero del premio, sino que también aquel diploma que de manera irónica llevaba escrito su seudónimo.
FIN.
ANTHONY SMART
Agosto/31/2017
Septiembre/06/2017