CUENTO
-Si me vuelves a molestar, te juro que iré a la policía y te denunciaré.
-Pero si yo no le estoy haciendo nada malo.
-¡Ah!, ¿no? ¡Entonces qué es lo que supone que haces al venir a tocar la puerta de mi casa a las doce de la noche! A ver, ¡dime!
El niño agachó su cabeza. Estaba apenado. Parado sobre la escalera de aquel lugar, no supo qué contestar. Tal vez y el señor tenía razón; él no hacía más que molestarlo al venir hasta aquí a su casa.
-Yo… lo siento mucho -dijo el niño, sin mirar al señor-. No era mi intención hacerlo enojar.
-No estoy molesto -contestó el señor. -Su voz había sonado como una resignación-. Pero es que no entiendo por qué siempre vienes, me miras y no me dices qué es lo que quieres.
-Es que no puedo hacerlo -contestó el niño-. Si lo hiciera, estoy seguro de que usted se reirá.
-¡Dilo! Te juro que no lo haré.
-¡No puedo! ¡Me resulta muy difícil hacerlo; ya se lo he dicho! Las palabras me pesan mucho, no puedo decirlas. Aparte, estoy seguro de que usted se reirá mucho.
-Niño, ¡ya te he dicho que no lo haré! ¿Es que no puedes entenderlo?
-Está bien, se lo diré. -El niño tomó aire, luego tronó todos los deditos de sus manos y… dudó. No se atrevía a decir lo que tanto quería. Y… como si su cuerpo fuese un rayo, arrancó a correr. Pero antes de hacerlo había dejado caer junto a los pies del señor un pequeño sobre de color amarillo.
Al señor le sorprendió mucho ver al niño partir de esta manera, entonces movió su cabeza de un lado para el otro en forma de desaprobación. “¡Qué niño más raro!”, pensó, cuando lo vio desaparecer en la oscuridad. Después de esto enseguida se agachó y agarró el sobre.
El señor entró a su casa, cerró la puerta y se dirigió a su cuarto. Al llegar aquí enseguida se sentó en la orilla de su cama. El cuarto estaba semioscuro; solamente la luz tenue de una lámpara lo iluminaba un poco. El señor miraba el sobre, al cual le daba golpecitos con sus dedos. Y después de permanecer así unos minutos, se levantó y se acercó a su mesita de noche. Abrió el primer cajón, y después el segundo. No recordaba en dónde guardaba sus tijeras. Al no encontrarla, se dirigió al baño, el cual estaba en el mismo cuarto. Al llegar al borde de la puerta, alargó su brazo, pulsó el apagador y la luz se hizo.
Luego de que sus ojos se acostumbraron a la luz intensa del baño, el señor abrió el compartimento situado en la parte trasera de aquel espejo, y ésta vez sí encontró lo que buscaba. Al cortar el sobre encontró que dentro había una hoja. El señor sacó la hoja y la desdobló. Al leer lo que en ella estaba escrito, se quedó de piedra. Era una sola pregunta, la cual decía: “¿QUISIERA USTED SER MI PADRE?” “Pobre chico”, pensó el señor, después de mirarse en el espejo. “Mañana cuando regrese le diré que sí”.
Hace unos años atrás el señor había estado en la cárcel por haber matado en defensa propia a los maleantes que habían entrado en su casa. Ese día, cuando él abrió la puerta, lo primero que vio fue el cuerpo de su esposa tirado sobre el piso. El señor corrió hacia ella, se agachó y… comprobó que ya no respiraba. “¡No!”, pensó, al acordarse de algo. “Mi hijo, ¡no!”. El señor abrazó el cuerpo inerte de su esposa, le dio un beso: y aunque le costó mucho dolor apartarse de ella, al final tuvo que hacerlo. Entonces corrió y subió de igual manera las escaleras.
Al llegar al cuarto de su hijo, se dio cuenta de que la puerta no se abría. Entonces no tuvo más opción que derribarla con el peso de su propio cuerpo. Al entrar entonces, vio que su hijito estaba en su cama, completamente amarrado y amordazado. EL niño tenía los ojos llenos de lágrimas, movía su cuerpo tratando de desatarse, pero todo era en vano. Sus ojos suplicaban que lo liberasen. Los maleantes, al ver al papá del niño irrumpir, enseguida apuntaron sus pistolas hacia él. El señor entonces les suplicó: “¡LLEVENSE TODO LO QUE QUIERAN, PERO POR FAVOR, NO LE HAGAN DAÑO A MI HIJITO…!” Los maleantes se rieron de su petición… y uno de ellos le disparó al niño.
-¡Noooo! -gritó el papá del niño. Y sin darse cuenta de su reacción se abalanzó sobre los dos maleantes. Uno de ellos logró esquivarlo, pero el otro no. Cuando éste entonces se dio cuenta, ya le habían quitado su arma. El señor, valientemente, rápidamente sujetó al tipo de la pistola, y amagó con matarlo. El otro maleante permanecía quieto; solo miraba cómo el señor sujetaba a su compañero. Cuando él entonces hizo un leve movimiento, el señor lo amenazó diciéndole:
-¡No te muevas, o lo mato! -Los papeles se habían invertido. Ahora el que parecía rogar porque lo soltaran era el maleante que el señor sujetaba. Y éste -para provocar al señor- le dijo: -¡Qué esposa más bonita tien… El señor no permitió que el maleante terminara de decir su mensaje, porque entonces había apretado el gatillo de la pistola. La bala le atravesó por completo su cabeza. El señor, al sentir cómo la vida abandonaba el cuerpo del maleante, lo soltó, y éste cayó golpeándose contra el piso.
El otro maleante lo había presenciado todo, y al adivinar que ahora le tocaba a él su turno, empezó a decir: “No me mates” “No fui yo, fue él” “Fue él quien mató a tu esposa y a tu hijito, ¡no yo!”. Pero todas sus suplicas fueron en vano. El señor volvió a apretar el gatillo, y también lo mató… Después de sucedido todo esto, el señor quedó completamente destrozado. Le habían matado a las dos personas que más amaba… El niño -que esa noche lo había ido a molestar- lo sabía todo, porque lo había leído en el periódico. Sabía que el señor ya no tenía esposa ni hijo. Por lo tanto comprendía muy bien lo que el señor sentía, ya que él mismo era huérfano de padre… Después de tantos años luchando por superarlo, el señor ya llevaba mucho progreso. Su dolor seguía ahí, pero ahora su alma se había fortalecido, gracias a las terapias…
“Mañana cuando regrese le diré que sí”, pensó para sí mismo el señor, y luego se durmió. Cuando el día siguiente hizo su aparición, se levantó a la misma hora de siempre, preparó sus cosas y se fue a trabajar. Cuando dieron las seis de la tarde y regresó a su casa, se bañó, se preparó su cena, y después se sentó a ver la tele.
-Faltan cinco horas para que se aparezca -dijo el señor, al mirar la hora en su reloj-. ¡Cinco horas! Se me hace mucho tiempo para esperar… ¡ya quiero que pasen rápido…! -El señor siguió sentado viendola tele, al mismo tiempo que comía su cena: dos sándwiches de jamón, un vaso grande de jugo de naranja, y unas papitas fritas…
Y entonces finalmente dieron las doce de la noche. El señor ya llevaba media hora sentado en la escalera de su casa. Cuando veía a lo lejos el movimiento de alguna persona, enseguida creía que se trataba del niño. Pero cuando la persona se acercaba y comprobaba que no era él, se decepcionaba.
El señor lo esperó y lo esperó… hasta muy entrada la madrugada. Pero el niño nunca apareció. Y este fue el día que no volvió más. El señor lo supo, cuando muchos años después, en su lecho de muerte, recordaba esta noche.
FIN.
ANTHONY SMART
Septiembre/28/2017