Por Aurelio Contreras Moreno
Si por algo será recordado el sexenio de Enrique Peña Nieto es por la brutal corrupción que lo envolvió de principio a fin.
De la “casa blanca” a los sobornos de Odebrecht y OHL. Del socavón en el Paso Exprés a unas semanas de su inauguración al uso de aeronaves oficiales para actividades privadas. De la exhibición de las millonarias propiedades de los dirigentes políticos a la protección de gobernadores corruptos mientras fueron políticamente “útiles”. La corrupción en las altas esferas del poder ha sido una ominosa constante en los últimos seis años en nuestro país.
No porque antes no existiera. Simplemente, el cinismo de la clase gobernante llegó a niveles desorbitantes, a excesos que por su magnitud se volvieron insoportables. E inocultables. Más aún, en tiempos en que las redes sociales corren más rápido que la capacidad de reacción de los políticos para evadirse del escrutinio público.
¿Habría sido posible que Veracruz hubiera sido saqueado por Javier Duarte y su gavilla, con todas las evidencias que desde entonces existían, sin la protección o al menos la complacencia federal? Definitivamente no. La responsabilidad es compartida, aunque cuando el agua les llegó al cuello, el sacrificado fue, literalmente, el más pendejo: el que perdió las elecciones.
Tan grande es el descrédito de la clase política actual, que tuvo que crearse un sistema nacional anticorrupción. O al menos, hacer como que lo creaban, porque es la fecha que únicamente existe en el papel, con sólo algunos desdentados organismos desprovistos de armas para ser funcionales. Los partidos ni siquiera pudieron ponerse de acuerdo para nombrar al Fiscal General de la República.
Y en las entidades federativas es mucho peor. La simulación en el combate a la ilegalidad en el quehacer público es absoluta. En Veracruz, por ejemplo, con todo y la alternancia, vamos en camino a la creación de un sistema estatal anticorrupción subordinado al Ejecutivo, y por ende, inservible.
La transparencia y la rendición de cuentas se han convertido en una losa que la clase política no quiere cargar sobre sus espaldas. Y por ello demuestra abiertamente su descontento con que se le señalen sus pifias y corruptelas. Así sean del tamaño de un estadio.
El propio presidente Enrique Peña Nieto dejó en claro su molestia con que se señale y se evidencie la corrupción en la actividad política y el servicio público, cuando este lunes se quejó durante su discurso pronunciado en un foro en la Ciudad de México.
“Casi casi si hay un choque aquí en la esquina, ‘ah, fue la corrupción, algo pasó en el semáforo, ¿quién compró el semáforo que no funcionó?’ Hemos tenido los ejemplos de socavones. Pues a ver, pasan en todas partes del mundo, uno señalado, pero ha habido varios más. Y ahora vimos estos sismos. Pero detrás de cada evento quieren encontrar un responsable, un culpable y siempre es decir la corrupción”.
Esto, horas después de que fue exhibido en los medios que el coordinador de los senadores del PRI, Emilio Gamboa Patrón, utilizó un helicóptero oficial del Estado Mayor Presidencial este domingo para trasladarse a una reunión, supuestamente de trabajo, con el propio Presidente de México, con quien después “aprovechó” para jugar al golf usando el equipo que, “coincidentemente”, también iba a bordo de la aeronave.
Sí. Efectivamente. Es la corrupción.
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