Gregorio Ortega Molina
Cerrar la boca a los periodistas sólo ocurre en las dictaduras o en naciones a las que, por una u otra razón, se les encamina al fascismo grosero disfrazado de exitosa democracia. Así lo denuncia Rob Riemen.
Callarlos se logra por vías distintas: la complicidad anudada con dádivas y privilegios, la presión sobre los dueños de los medios, para que el periodista incómodo sea puesto de patitas en la calle, y el rápido expediente de sustituir la plata por el plomo. Es solución drástica, pero definitiva.
Aunque la posmodernidad, la violencia imparable en la que toda venganza satisfecha puede achacársele a los narcotraficantes, y el miedo a perderlo todo al dejar el poder o por denuncia pública, aviva la imaginación de los empeñados en silenciar, a cualquier costo, a reporteros, analistas, articulistas u otros formadores de opinión entre la sociedad: la amenaza directa y soez, agresiva e intimidante a un miembro de la familia de ese molesto periodista.
-Dile a tu papá que le baje de güevos, porque tú, tu hijo y sus otros nietos pagarán las consecuencias. Los vamos a matar.
Me pregunto, ¿qué tiene que ver mi hija con mis responsabilidades profesionales y públicas, con mi integridad o corrupción, con mis compromisos y mis deudas de amistad y de honor?
¿De qué están hechos los que envían a sus esbirros a satisfacer su rencor, su enojo, su inquietud? Los signos de decadencia aparecen por todos lados.
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