* ¿Cuántos mexicanos pensamos en las manos de niños, mujeres y hombres que trabajan el campo para que podamos alimentarnos; o los imaginamos en la labor, al rayo del sol; o transados por los intermediarios, los caciques políticos o los barones del narco, que los convierten en sus peones acasillados o en sus halcones; o en sus sueños, en sus miserias, en sus cuerpos quebrados por necesidades básicas que nunca… nunca quedarán satisfechas?
Gregorio Ortega Molina
Hay un problema que cruza en todos sentidos la historia de México y nadie desea resolver. Esta nación fue autosuficiente en alimentos, que quedó superada por el crecimiento demográfico y la desatención al campo.
Lo anterior me agobia e impulsa a la reflexión en cuanto me encuentro la siguiente frase en un texto de Antonio Muñoz Molina, en Babelia del seis de enero último: “Solo hay dos certezas absolutas sobre los campesinos: de su trabajo procedía todo el sustento y siempre sufrieron el despotismo del poder”.
Pienso entonces que cuando me siento a la mesa nunca doy gracias por los alimentos que mis seres queridos y yo nos llevamos a la boca. No me refiero al sentido bíblico del necesario agradecimiento a la divinidad, sino al trabajo humano que hay detrás de lo que engullimos, con deleite y parsimonia, o a la carrera. ¡Vaya, ya ni siquiera recuerdo el dicho barriga llena, corazón contento!
Guardo en la memoria una foto que mi padre conservó en su oficina, tomada por él mismo durante la gira electoral de Manuel Ávila Camacho en una ranchería yucateca. El campesino sentado en el escalón del quicio de un portal, casi en el suelo, con las piernas separadas y en medio el azadón sostenido con ambas manos. Los huaraches apenas si cubren los pies, agrietados por su contacto con la tierra, por permanecer al sol; pantalón y camisa de manta, con rastros de que recién termina de labrar. El sombrero de palma a un costado -olvidé si al derecho o al izquierdo-, el cabello húmedo de sudor, la mirada dirigida al infinito, como si supiese que allá se encuentra lo que nunca podrá lograr.
¿Cuántos mexicanos pensamos en las manos de niños, mujeres y hombres que trabajan el campo para que podamos alimentarnos; o los imaginamos en la labor, al rayo del sol; o transados por los intermediarios, los caciques políticos o los barones del narco, que los convierten en sus peones acasillados o en sus halcones; o en sus sueños, en sus miserias, en sus cuerpos quebrados por necesidades básicas que nunca… nunca quedarán satisfechas?
Sobre las mesas de casas pobres y ricas se colocan las legumbres, los cereales, las frutas, las tortillas, los huevos, los productos de esa canasta básica que los que los cultivan, los cuidan y los cosechan no pueden consumir en su totalidad, sino sólo parcialmente.
Quiero constatar, o al menos suponer, que la candidatura de María de Jesús Patricio Martínez está sustentada en las consideraciones que anteceden, porque los campesinos continúan padeciendo del despotismo del poder, y parece ser su destino por tener su vida ligada al campo.
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