* La reforma integral del Estado exige estar acompañada por un nuevo comportamiento de los políticos que la administrarán, pues no se trata del gatopardismo, sino de hacer a un lado a todos aquellos que no estén dispuestos a servir a ese Estado como los seres humanos de Fe sirven a la divinidad
Gregorio Ortega Molina
El Estado adquiere la forma del agua y está a punto de que las instituciones que lo administran vacíen la pecera en la que se mueve la sociedad, porque quienes las encabezan, notoriamente el Poder Ejecutivo, se niegan a reconocer que el país que solían gobernar como padres benevolentes o encolerizados, según el caso, dejó atrás la minoría de edad. Las exigencias crecen en la medida en que se desarrollan las inquietudes por ser a través de la salud, la educación, la cultura, el empleo, la representación popular, no necesariamente a través del poder, sino como líderes sociales, a los que matan por miedo, como a Guadalupe Campanur.
Me azora que muchos de los interlocutores con los que busco alteridad para esforzarme por comprender qué ocurre en el país, insistan en que fuera de México todo es Cuautitlán, que a la mayoría de los mexicanos no les importa el destino inmediato establecido con el resultado electoral; insisten también en que los mexicanos de a pie somos incapaces de comprender y apreciar los beneficios que traerán las reformas estructurales, y en que todo lo que no es institucional es un peligro.
Me azora también que no den su verdadera dimensión al proceso de cambio en que está inmersa la sociedad toda, no nada más la que vive en los centros urbanos y tiene acceso a Internet y la telefonía celular. Olvidaron que el principio es la palabra, y es ésta la herramienta usada por los líderes sociales a los que han ido ejecutando, porque son los impulsores de un cambio que a los detentadores de los poderes fácticos no les interesa, y al que los usufructuarios del poder temen, porque la apuesta es una reforma integral del Estado.
La transformación social y política del país durante los últimos 50 años, como consecuencia inicial de lo ocurrido durante 1968, hace inoperante la anquilosada manera de gobernar que insisten en sostener y, lo más preocupante, quizá lo más triste, es que los funcionarios públicos de los tres Poderes e incluso los propietarios de los poderes fácticos, se niegan a aceptar que la modernización del proyecto económico y social exige, ya, la reforma integral del Estado. Imposible seguir gobernando a los mexicanos como si fuese 1968.
Ojo, la reforma integral del Estado exige estar acompañada por un nuevo comportamiento de los políticos que la administrarán, pues no se trata del gatopardismo, sino de hacer a un lado a todos aquellos que no estén dispuestos a servir a ese Estado como los seres humanos de Fe sirven a la divinidad.
Los errores en una y otra esfera de la vida se corresponden. Si la falta grave se sanciona con la expulsión de esa congregación que lo protege y lo guía, en política debe corresponder a la desposesión de los bienes y de los derechos que todo ciudadano amerita, mientras no haya delinquido y merezca pena carcelaria.
Pero claro, están en la fiesta electoral y no atienden a razones, en la ridícula idea de que no pasa nada y todo permanecerá igual. Allá ellos.
Sí, allá ellos, aunque me veo en la necesidad de recordarles a Michel de Montaigne: No ha de creer a un rey cuando se jacta de su constancia para soportar los embates del enemigo en aras de su gloria, si por su propio provecho y enmienda no puede sufrir la libertad de palabra de un amigo, la cual no tiene más trascendencia que pellizcarle el oído, quedando en sus manos el resto de las consecuencias…
Llevan una vida pública, y han de contentar a tantos espectadores, que, como acostumbran a callarles todo cuanto les desvía de su camino, vence, sin sentirlo, hundidos en el odio y antipatía de su pueblo, con frecuencia por motivos que habrían podido evitar… la mayoría de los oficios de auténtica amistad son, para con el soberano, una prueba difícil y peligrosa; de modo que son menester no sólo mucho afecto y mucha franqueza, sino también mucho valor.
¿Quién se atreverá a decir a los precandidatos lo que por deber han de escuchar, y no lo que nada más quieren oír? El cambio, la reforma del Estado, está muy lejos, y el camino quedará regado con sangre, como la de Guadalupe Campanur.
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