* Es momento de pensar en el término santuario, del que guardo dos imágenes inequívocas, pero con tonalidades que las hacen distintas: la primera corresponde a Anthony Quinn en su papel de Jorobado de Nuestra Señora de París; la segunda es el saldo dejado por mi lectura del libro de William Faulkner. Hoy el término se ha tergiversado, está más cerca de la complicidad que de la justicia y el imperio de la ley
Gregorio Ortega Molina
¿Cómo someter a disolvencia cinematográfica la hipocresía con la cual las distintas cúpulas de los tres niveles de gobierno obtienen la exigida, pero endeble paz pública, gracias a una inexplicable, políticamente incorrecta, pero efectiva relación con los jefes de la delincuencia organizada? Imposible.
Y no piense, lector, que dicha <<convivencia>> es con la gente que anda suelta y armada por las calles y caminos de la república; lo es, fundamentalmente, con los que sentados detrás de los escritorios y beneficiarios de la impunidad y las complicidades, deciden qué sí y qué no puede hacerse en el oscuro mundo del tráfico de estupefacientes y sus derivados.
La Ciudad de México no ha sido la única considerada como exclusivo santuario del narco. San Nicolás de los Garza, Nuevo León, lo fue y quizá continúa con esa paz pública precaria, debido a que en esa población anidan hogares de los barones de la droga. Aquí, no debe olvidarse, que hace algunos años, en las calles del discreto y elegante San Ángel Inn, concretamente en general Aureliano Rivera y Reyna, justo detrás de la casa de Ignacio Morales Lechuga y a unos pasos de lo que fuera el hogar de Fernando Pérez Correa, sí, hace algunos años allanaron esa casa en la que encontraron sobre todo armas. Nadie está a salvo de la proximidad del horror y la violencia.
No debe extrañarnos entonces que la mañana del jueves 8 de febrero último, fuese detenido José María Guízar Valencia, alias Z-43, en la colonia Roma, tras una operativo casi quirúrgico en el que no se disparó un solo tiro.
La nota informativa de El País, indica: “No es fácil desplegar una misión de captura de uno de los grandes capos en un barrio hipster y uno de los más vivos y protegidos de la ciudad sin levantar sospechas. Sin embargo, la Marina, el cuerpo de élite para operaciones importantes como la detención del Chapo Guzmán, llegó, actuó y se fue. Casi 12 horas después el Gobierno anunció su captura.
“El hecho facilitó a las autoridades mexicanas presumir de dos acontecimientos poco habituales: el triunfo de los servicios de inteligencia y el descabezamiento de uno de las organizaciones más sangrientas de México: Los Zetas. El cartel, hoy a la baja en su poder de fuego frente a otras organizaciones emergentes, aún mantiene la capacidad para seguir moviendo droga o extorsionando migrantes y comerciantes a lo largo del Golfo de México”.
Es momento de pensar en el término santuario, del que guardo dos imágenes inequívocas, pero con tonalidades que las hacen distintas: la primera corresponde a Anthony Quinn en su papel de Jorobado de Nuestra Señora de París, colgado de la cuerda que mueve las campanas de la Catedral, al grito de ¡Santuario! ¡Santuario!, para que la turba no se lleve a Esmeralda.
La segunda es el saldo dejado por mi lectura del libro Santuario, de William Faulkner.
Hoy el término se ha tergiversado, está más cerca de la complicidad que de la justicia y el imperio de la ley.
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