CUENTO
Cientos de pequeños focos iluminaban de manera hermosa las pistas del aeropuerto. Luces verdes, azules y amarillas brillaban, mientras la luz del nuevo día empezaba a ganar su lugar en la oscuridad del cielo infinito.
Ella lo contemplaba todo desde el otro extremo de la calle. Sentaba en la banca del paradero de autobuses, imaginaba que él volvía y que entonces corría a su encuentro, con los brazos abiertos como los de un avión. “¡Has vuelto!”, gritaba, al tiempo que lo abrazaba con todo su corazón. “¡Has vuelto!” “¡Siempre supe que lo harías!”…
La joven se la pasaba inmersa en sus fantasías, hasta que el ruido de un claxon la hacía volver a su realidad. “Hola preciosa. ¿Cuánto cobras?” Siempre la tomaban por una sexoservidora. Y no es que esto le molestase, pero a veces le encabronaba mucho ser interrumpida. Entonces, sin dejar de mirar a lo lejos, alzaba su mano para solamente hacer una señal con el dedo de en medio. Al ver esto, los hombres dentro de sus vehículos enseguida huían.
Ella ya llevaba mucho tiempo viniendo a esta misma banca todas las noches. Contemplar por horas el aeropuerto desde aquí era lo único que en verdad le seguía gustando. Fuera de esto, lo detestaba todo. ¿Cómo le hacía entonces para lidiar con todo lo que implicaba estar viva? Solamente ella lo sabía.
Por cierto que ahora se sentía un poco libre -se encontraba de vacaciones-, pero en unos días más regresaría a su infierno habitual. Entonces nuevamente volvería a estar como siempre: irritable. Pero, en cierta forma, la tranquilizaba pensar que su capacidad para fingir la ayudaría a esconder sus verdaderos sentimientos.
Detestaba su trabajo de profesora. Y aunque siempre estaba esforzándose por tomarle gusto, no lo lograba. Tener que pasar varias horas frente a grupos de muchachos malcriados la exasperaba de una forma que a veces solamente le hacía sentir querer agarrar su maletín para aventárselos con todas su fuerzas, sobre todo a los más revoltosos. Pero siempre se contenía. Porque no tenía más opción. De solo visualizarse regresando a su trabajo como cajera en el okzo, le daba nauseas horribles. No tenía salvación, no la había. A la fuerza tenía que aguantarse, y también seguir aguantando los insultos que todos los días escuchaba a lo largo de varias horas de clases.
Siete años habían pasado ya desde aquel entonces. Todo había comenzado con el secuestro de su hermano. Luego de suceder esto, ella había tenido que regresar enseguida a su tierra -Yucatán-, porque no tenía a nadie más en la ciudad. Meses después vendría a enterarse de que a su hermano lo habían matado por sus secuestradores.
Él, aparte de ser su único amigo, siempre había sido su héroe. Era el que siempre la había defendido de las burlas y de las cosas feas que le llamaban. Cuando ella estudió la secundaria, sufrió mucho, ya que sus brazos tenían cicatrices de una quemadura que sufrió cuando tenía tres años. Esto siempre fue motivo de burlas. Al crecer se volvió introvertida; no tenía ningún amigo. En el ahora ella siempre usaba camisas de manga larga para ocultar aquello. Se sentía muy fea debido a eso, a pesar de que su rostro era exageradamente bello, con ojos grandes de color cafés, y pestañas muy largas.
En sus clases siempre daba completa libertad a sus alumnos. Apenas entrar al salón se ponía a explicarlo todo, para luego solamente sentarse a esperar los resultados. Algunos cumplían, y otros no. A ella le daban igual. Para nada se preocupaba por ellos. Porque pensaba que en la vida son muy pocas las personas que merecen atención y dedicación. Así que, ¿por qué iba a querer jugar el papel de salvadora de futuros, cuando su misma vida hacía tiempo que había perdido su verdadero destino?
Tal vez y los años de bullying es lo que habían terminado por darle su manera de sentir y de ver las cosas. Ella se había prometido a sí misma que todo lo que haría cuando fuese grande sería estudiar una carrera que la apasionase, y en la que no tuviese nada que ver con las personas.
La respuesta a su búsqueda la había encontrado una vez en que le marcaron una tarea de literatura.
Ella, a quien para nada le gustaban los libros, detestaba ir a la biblioteca. Pensaba que en estos lugares solamente los ratones debían de entrar, pero no a leer sino que a comer los libros, los cuales la mayoría ya eran muy viejos. Pero entonces, al descubrir un cuento muy antiguo, al terminar de leerlo, ella se dio cuenta de que ya sabía lo que quería ser. “Ya lo sé”, pensó, mientras rememoraba las partes más entrañables de aquella historia. Desde este instante, ella supo que todo lo que quería hacer en la vida era pilotear aviones, y que si no le gustaba la gente, al menos las ayudaría a llegar a sus destinos, sea cual estos fuesen. Leer aquella novela le había ablandado un poco su corazón. La vida parecía darle una nueva oportunidad para hacer las paces con su pasado…, más no imaginaba lo que después sucedería.
Vivir con una vida sin destino era igual o más peor que la crucifixión de Jesucristo. Tener que hacer un trabajo para solamente no morir de hambre, era igual o más peor que cargar una cruz muy grande y pesada. Ella pensaba que lo que Cristo alguna vez hizo no había tenido nada que ver con un sacrificio. Porque morir o dejarse matar, fuese cual fuere la forma, era algo muy fácil de hacer, pero permanecer con vida y sin sentido, eso sí que sí representaba el verdadero sacrificio, un sacrificio que lo implicaba todo; desde luchar por mantenerse de pie, hasta tener que lidiar segundo a segundo con una apatía y una desolación atroz.
“¡Siempre supe que regresarías!”. La joven todo el tiempo veía a su hermano en su mente. Porque solamente haciéndolo podía atravesar un día entero. Desde el instante en que ella se despertaba, hasta el último en el que se acostaba, ¡todo era sacrificio puro para ella!
En las noches, acostada en su hamaca, no lograba dormirse. Sus pensamientos se parecían mucho a unos caballos desbocados. Por más que lo intentaba, no lograba aquietarlos, ¡detenerlos!, ponerles un ¡alto! Su cabeza era como un remolino que no podía dejar de girar. Ella siempre terminaba mareada, a pesar de estar acostada. “¿Por qué, ¡por qué!?”, se preguntaba, con la mirada fija en la oscuridad del techo.
“¡Te extraño! ¿Por qué tuviste que morir?”, gritaba ella, mientras las lágrimas le recorrían la cara. “Regresa, ¡regresa ya!”. La joven corría tan rápido como podía. Otra vez se había levantado para solamente huir a su lugar de costumbre. En sus oídos sonaban las notas de una canción hermosísima: “Sign of the times”. El aire agitaba su pelo largo. Imaginaba que era su hermano quien le cantaba esta canción. Las letras mismas parecían haber sido escritas para todo lo que ella sentía ahora. “Just stop your crying, it´s a sign of the times, welcome to the final show, hope you´re wearing your best clothes…” A ella también le habría gustado volar, como al muchacho del video. Alzarse por el aire, alto, muy alto, hasta alcanzar el lugar donde su hermano pudiese estar ahora.
“¡Te extraño mucho “¿Por qué tuvieron que matarte?” Para este entonces ella ya llevaba más de dos horas sentada en la misma banca. Eran las tres de la mañana. Las luces de las pistas brillaban como siempre. Por su mente pasaban los recuerdos de su adolescencia. Recordaba la vez en que se había peleado con su hermano por una tontería. Ella tenía catorce años, y nadie la quería por su cuerpo gordito. Su hermano entonces, para levantarle la autoestima, le escribía cartas haciéndole creer que eran de un admirador secreto. Esto había durado un buen tiempo. La joven se sentía muy halagada por todo lo que su admirador le decía. Hasta que un día descubrió que todo era una farsa. Su hermano, que siempre le ponía seguro a la puerta de su cuarto, lo había olvidado. Su hermanita entonces, al entrar, enseguida reconoció aquellos sobres. “Qué coincidencia”, pensó al mirarlos, “son iguales a los míos”. Pero luego, al mirarlos de cerca, enseguida lo supo todo, que el admirador secreto era su hermano.
“¡Me mentiste!”, recuerda que le reclamó a su hermano, pero él solamente hizo cuanto pudo para hacerla entender. “¡No me gustaba verte triste!, sin amigos. ¡Es por esto que tomé la decisión de hacerlo! Inventar que alguien te quería…” Ahora él ya no estaba. ¡Qué duro le resultaba la vida sin su presencia física!
Ella siguió en sus recuerdos…, hasta que una vibración la hizo abandonarlos La joven enseguida supo que eso no podía ser otra cosa que un avión. Entonces se quitó los audífonos para escuchar mejor aquel ruido que tanto le gustaba. Instantes después el avión cruzaba sobre su cabeza. Ella había alzado la cara para mirar sus luces. Luego de esto ella fue bajando la mirada, sin despegarlo del avión que iba descendiendo. Ella no hacía otra cosa más sino que tratar de imaginarse al piloto, sentado frente a su tablero con cientos de botones y lucecitas, con su mano lista para bajar la palanca que haría al compartimento de las llantas, debajo del avión, abrirse, lenta, muy lentamente, con el tiempo exactamente cronometrado. La joven había empezado a contar mentalmente…
Sentada desde su banca alcanzó a ver el humo que las llantas hicieron al frenar contra el asfalto. Luego, sus ojos solamente siguieron todo el trayecto que el avión fue haciendo a lo largo de la pista. “¡Has vuelto! ¡Por fin lo has hecho!” La joven, de repente, empezó a fantasear que su hermano venía dentro de aquel avión. Se lo imaginaba como aquel día en que lo fue a despedir, con su saco azul marino, comprado en una tienda de segunda mano. Él se iba para estudiar en la UNAM su carrera de médico. Gracias a sus muy altas calificaciones, se había ganado una beca completa.
“¡Ya!, ¡tranquila! No llores…”. Su hermano había tratado de consolarla, diciéndole que solamente estarían separados por un breve tiempo. “Apenas me acomode, buscaré un empleo, y luego vendré por ti…” Él era todo lo que ella tenía en la vida. Su madre, que aún seguía viva, era una persona con la que la joven nunca pudo contar. Hasta donde alcanzaba a recordar, ella siempre había sido una adicta a los juegos de mini casinos; siempre se quedaban sin comer por su culpa. Su padre, por el otro lado, siempre fue un alcohólico. Y esto mismo fue lo que lo llevó a la muerte…
Ahora ella se encontraba con las narices frente a la cerca de alambre. Había cruzado la calle para poder mirar un poco mejor al avión en el que “venía su hermano”. Sonreía de solo imaginárselo como cuando eran jóvenes. Ahora él finalmente había vuelto; solo una cosa los separaba: la cerca. La joven entonces, enseguida supo lo que tenía que hacer.
Los dedos de sus manos rodearon con fuerza el cuerpo delgado de los alambres, los nudos enseguida se le pusieron rojos. Sobre el alambre, a un lado donde ella estaba parada, había un letrero pintado con letras rojas que decía: “Prohibido el paso. Propiedad Federal”. Pero la joven ni siquiera lo había visto. Toda su atención estaba en otra parte. Ella entonces colocó sus zapatos dentro de los huecos de la cerca…, y empezó a trepar.
Cuando alcanzó la parte superior, se detuvo, solamente para mirar el pedazo de alambre que apuntaba hacia el lado de la calle. Lo miraba y pensaba que era imposible brincarlo, pero lo intentaría de todas maneras. Su cuerpo ya se le había empezado a cansar. Tenía que actuar pronto.
Entonces empezó a practicar. Balanceaba su cuerpo hacia atrás y hacia adelante. Trataba de calcular la distancia. Mientras ella hacía esto, el avión era remolcado por unas personas con una grúa pequeña. La joven lo miraba desde donde se encontraba. Su mente seguía fantaseando: “¡Has vuelto!” “¡Lo hiciste!” “¡No sabes la falta que me has hecho!”
Tal vez y fue el recuerdo de su hermano lo que le dio la fuerza que ella necesitaba para hacer el santo definitivo. Pero no había sido nada fácil. Porque al brincar, su ropa se le trabó en las púas. Sus brazos se le rasparon mucho. Pero ella, que tan insensible se había vuelto, ni siquiera lo notó. Su preocupación era más por alcanzar el otro lado del terreno, y no por las heridas que su piel presentaba.
“Vamos, ¡vamos!”, decía, llena de impotencia. Por más que tiraba de su ropa, no lograba zafarse de las púas. La desesperación empezaba apoderarse de las pocas fuerzas que le quedaban. Toda su cara se le arrugaba por el gran esfuerzo que hacía. Sentía ya no poder tirar más.
“Qué bonito sería quedarme aquí, tan cómodamente como Cristo en su cruz”, pensó, cuando se detuvo para recuperar fuerzas. “Sí, clavada en estas púas, por los siglos de los siglos…” “Pero ¡no puedo! Mi hermano me está esperando al otro lado…” “¡Vamos!, ¡despréndete ya!” La joven había empezado a maldecir el no haberse puesto una playera sencilla. Como solía ser su costumbre de todas noches, había optado por ponerse su sudadera favorita, la cual era de una fibra muy gruesa de algodón. Y no es que hiciese frió, pero portar aquella prenda era su manera para sentirse abrigada ante la ausencia de su único amigo. Luego de unos minutos, ella había reanudado sus esfuerzos.
Segundos después ella finalmente caía de rodillas sobre terreno federal. ¿Cómo había logrado zafarse de las púas? En un último momento recordó que en su bolsa llevaba algo que podía serle de gran ayuda: una navaja. Ella lo había comprado para asustar a los muchachos que le faltasen al respeto. Definitivamente quería provocar la excusa perfecta para no volver a ejercer de profesora. A la mínima provocación, enseguida sacaría el arma y la despedirían. Mientras se ponía de pie, no dejó de observar el paisaje del terreno. ¡Finalmente estaba aquí! Ahora solamente tenía que correr hasta alcanzar al avión. “¡Ahí voy!”, gritó entonces, cuando estuvo reincorporada por completo.
Aquella pista mediría unos doscientos metros de largo. La joven miraba desde su lugar el hangar donde habían guardado el avión. Su sudadera tenía muchos agujeros, unos grandes y otros pequeños. Al observarlo, ella enseguida se lo quitó y se lo amarró alrededor de la cintura. Sus brazos, ahora libres de la gruesa tela, empezaron a sentir la brisa cálida de la madrugada. “No hay nada como los espacios abiertos”, meditó la joven. Frente a ella se extendía el vastísimo terreno del aeropuerto. Caminando a trompicones, porque aún se sentía exhausta, caminó hasta la pista más ancha.
Al llegar aquí se dirigió a la orilla para tocar los pequeños focos. Estos estaban muy calientes. Ella entonces retiró sus dedos. Luego regresó y colocó sus pies sobre la raya que separada las dos mitades de la pista. Y como si sus brazos fuesen las alas de un avión, los empezó a levantar, muy pero muy despacio. Cuando éstos estuvieron abiertos en su totalidad, los agitó como hacen los pájaros, par enseguida empezar a correr. “Allí voy, ¡allí voy!”, gritaba. La canción en sus oídos sonaba. Aquella notas tristes que hablaban de no llorar más, la consolaban. “Atención, atención… Un sujeto no identificado está en la pista. Por favor de alertar a todas las unidades de vigilancia…”
Minutos después la joven era perseguida por coches de patrulla, así como también por muchas personas que venían corriendo por todas direcciones. Atrás, al frente, a los costados… La joven corría y corría. Todavía le faltaban como unos treinta metros para alcanzar el lugar donde su hermano -según su fantasía- la estaba esperando.
Luego de correr diez metros más, dos hombres le dieron alcance y la sujetaron muy fuerte. Ella entonces enseguida empezó a patalear y a gritar: “Suéltenme, ¡suéltenme!”. Sus audífonos seguían cantando: “Just stop your crying baby, it´s the sign of the times, we gotta get away from here, we gotta get away from here…”
“¡Suéltenme!, ¡SUELTENME! ¡MI HERMANO ME ESTÁ ESPERANDO EN EL AVIÓN!” En una hora más el sol empezaría a hacer su llegada, para así empezar a pintar su luz en el este del cielo. La joven miraba hacia arriba, en busca de alguna señal en las estrellas. Ahora eran cuatro los hombres que la sujetaban. Ella seguía y seguía forcejeando con todas sus fuerzas. Su vida no tenía ya sentido, y su mente ya había soportado demasiado peso. “¡Suéltenme ya!”, seguía gritando. Las venas de su cuello se le marcaban mucho, sus ojos lloraban lágrimas de mucho dolor… “Just stop your crying, it´s the sign of the times, we gotta get away from here, we gotta get away from here…” La letra de la canción parecía haber sido escrita para ella, para su soledad, para todo eso que no podía ser nombrado.
Segundos después ella se desvanecía entre los brazos de sus captores. Éstos, al sentir que su cuerpo perdía su fuerza, solamente siguieron sujetándola, muy suavemente de sus muñecas, para luego finalmente dejarla descansar sobre el asfalto. ¿Había muerto? Físicamente no…, pero sí interiormente. Su hermano, la única persona que ella tenía en el mundo… jamás regresaría. Su hermano, aquel que la ayudaría a perseguir su sueño de convertirse en piloto, ya no estaba. Así que ¿qué es lo que iba a hacer ella? ¿Vivir el resto de su vida dando clases a personas que siempre le recordaban su pasado? ¿Buscar un empleo mal pagado para hacer menos que sobrevivir? O ¿quedarse en la mediocridad y monotonía de todos los días? De ninguna manera. Sin él, sin la única persona que había sabido entenderla y cuidarla, la vida no tenía ningún sentido, y mucho menos destino. Su mente había colapsado, haciéndola perder la razón. Esto era lo mínimo que podía suceder. Tal vez y en su locura ella por fin encontraría el consuelo que en el mundo de la cordura nunca pudo…
Las luces del aeropuerto seguían brillando, mientras las luces de la ambulancia se abrían paso en la oscuridad de la madrugada. Ella era conducida a un hospital de “locos”…
FIN.
ANTHONY SMART
Marzo/14/2018