* ¿Y la ley? Claro, él lo sabe, la ley también es un instrumento político, y así llegó a la conclusión de que, como los otros, también puede usarla en su beneficio. ¿O no?
Gregorio Ortega Molina
Cuando pienso en el 1° de julio imagino las urnas electorales al borde de fosas clandestinas, porque permanecen ocultas como escondidas tratan de mantener las deficiencias y debilidades de los proponentes a la silla del águila.
Los artífices de la imagen de AMLO son exitosos, lograron que lo que en los opositores a su candidato es vicio, en el tabasqueño sea visto como virtud. Las muestras de debilidad o fortaleza distan mucho de manifestarse como hechos incontrovertibles de su biografía. Curiosamente es el único priista de origen en ser candidato. Es el ejemplo vivo de que las teorías sobre la Revolución inconclusa propuestas por Emilio Urangajamás regresarán al escenario en que se dirimió un proyecto de nación liquidado nomás nacer.
Lo que se es como ser humano, como propuesta, está en la razón, en la palabra dicha, en la manera de sostenerla o desdecirse. El tema es bíblico: al principio fue la palabra. Pero olvidan que ésta ha de ser inequívoca e irrevocable, pues de otra manera sólo se existe, pero no se es.
Sin embargo, hay quien se esfuerza por eludir momentáneamente lo que es, con el propósito de alcanzar el poder y, una vez logrado, ser como los postulantes lo han sido durante todo el desempeño de su existencia pública. La palabra es la muestra más clara de lo que mostramos, o escondemos.
Una vuelta de tuerca adicional: “Y habló del verbo, del culto al lenguaje, a la elocuencia, que calificó como un <<triunfo del humanismo>>, ya que la palabra era el honor del hombre y ella sola hacía su vida digna”, pone Thomas Mann en boca de su personaje Stettembrini, en La montaña mágica.
De ninguna manera pudo sorprenderme que AMLO declarara -al momento que fueron rechazados por el INE- que todos los aspirantes a candidatos independientes a la Presidencia de la República debían participar en el proceso y aparecer en la boleta electoral del uno de julio próximo: “Opino que todos deberían de participar, y que sea la gente la que decida en las urnas, que sea el pueblo el que decida”.
Después, en cuanto el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación decidió romper la legalidad e imponer a Jaime Rodríguez Calderón “El Piporro”, la palabra antedicha perdió validez: lo legitimaron para que me quitara votos, aseveró AMLO.
Está bien, él desconfía de las instituciones, pero ¿y la ley, la honestidad valiente, la honorabilidad? Esta actitud me recuerda el gesto de generosidad que Ernesto Zedillo Ponce de León tuvo para con AMLO, aunque fuese una acción no legal, no legítima. Un oriundo del PRI debía ser beneficiado por un presidente mexicano que nunca militó en el Revolucionario Institucional, sin importar que trabajara para conservarlo en el poder, hasta que él, Zedillo, decidió que asegurar la continuidad demandaba la alternancia.
La información del 19 de marzo es precisa: “Entrevistado luego de montar una guardia de honor en el monumento al general Lázaro Cárdenas del Río, en la colonia Doctores, en el aniversario de la expropiación petrolera, acusó al Instituto Nacional Electoral (INE) de aplicar la norma de manera diferenciada, siendo muy exigente para unos y muy laxos para otros.
“Entonces lo mejor es que todos participen. Yo no estoy a favor de que excluyan a nadie, que todos participen, que todos estén ahí, en la boleta, y que sean los ciudadanos los que decidan libremente”.
¿Y la ley? Claro, él lo sabe, la ley también es un instrumento político, y así llegó a la conclusión de que, como los otros, también puede usarla en su beneficio. ¿O no?