CUENTO
Sentada junto a la ventana, ella se mecía adelante y hacia atrás. Su mirada ahora era lánguida, apagada. Con sus manos colocadas sobre su regazo iba tocando uno por uno las bolitas de su rosario. Movía sus labios. Tal vez y rezaba, o tal vez y simplemente pedía perdón, ¿pero a quién? Esto solamente ella lo sabía.
Eran cuatro en total: dos niños y dos niñas. Y eran sus hijos. También eran hijos de un hombre que –al no poder seguir manteniéndolos con su sueldo de minero, en una mina de un hombre multimillonario- había decidido quitarse la vida. “No hay peor desgracia que nacer pobre”, pensaba la ahora viuda cada vez que se veía obligada a visitar la casa de empeños. Esta vez por cierto –al ya haber vendido todas sus pocas alhajas que tenía-, la pequeña pantalla plana que el buen gobierno de su país le había regalado para su sano entretenimiento es lo que ella había cargado para traerlo a empeñar…
Uno de tantos días, como a las seis de la tarde, uno de los niños había empezado a decirle “Tengo hambre, ¡tengo hambre!” Era el mayor de todos. Su crecimiento le exigía comer mucho, o tal vez y simplemente tenía muy buen apetito. Afuera oscurecía. La viuda ya había encendido el foco de su pequeña humilde cocina. Su hijo mayor comía ahora unas galletas duras, junto con los últimos restos de leche.
Al dar las siete, los otros tres niños ya habían empezado a hacer lo mismo que su hermano. Su madre les sonreía con mucha compasión y ternura mientras los escuchaba. “Esperen, esperen. Déjenme ver qué encuentro”, respondió, inclinándose frente al más pequeño de todos.
Después de buscar y rebuscar dentro del horno de su estufa vieja, con los ojos y las manos, la mujer dejó de hacerlo. Entonces se retiró. Al volver hacia sus hijos, les dijo: “Solamente he encontrado esto”. Eran dos barras de pan francés que ya estaban muy duros. Luego de cortarlos en partes iguales, ella se los repartió a los niños de igual manera.
Los tres niños masticaban el pan duro. Su madre los observaba en silencio. Ella les había colocado -junto a sus platos- su respectivo vaso de plástico con agua. Y cuando uno de los niños lo alzó para beber, al darse cuenta de que aquello no estaba oscuro, enseguida protestó: “Mami. ¡Esto no es café!” “Lo siento, cariño”, respondió la señora, “pero el café ya se ha agotado”. “Si te tomas ahora el agua, te prometo que mañana sí tomas café”. “No, ¡agua no!”, se quejó el mismo niño. Después los otros dos también se unieron a la misma protesta: “Sí, ¡agua no”, decían. “Queremos café… ¡no esto!…” A la señora le había dolido mucho mentirles a sus hijitos.
“Todavía tengo hambre”, dijo una de las niñas al terminarse su ración de francés. “Sí, yo también…” “Y yo”, dijo el más pequeño de todos alzando su dedito. “Mami, ¿no hay galletas?”, preguntó la tercera de sus hijos. “Dios mío, ¡qué hago!”, había exclamado en voz baja la señora. “Mis hijos tienen hambre, y yo ya no tengo ni un peso para comprarles nada…”
De repente, a ella se le ocurrió ir a su ropero. Después de abrirlo, se puso a revisar las camisas de su esposo muerto. Éste, cuando vivía, siempre acostumbraba dejar alguna moneda o algún billete en sus bolsas. Por lo tanto, la desesperada viuda tenía la esperanza de encontrar ahora un billete de puro milagro. Después de un rato, cuando incluso ya todas las bolsas de los pantalones ya habían sido examinadas, ella finalmente dio por terminada su búsqueda.
Dolida por la decepción, regresó frente a sus tres hijitos. El mayor de ellos dibujaba ahora sentado en el piso, una casa que en la que jamás viviría. Era una casa hermosa, de dos pisos. El niño tenía aptitudes para el dibujo.
“Dios mío, ¿qué hago?”, se repetía la mujer, mientras trataba de contener su tristeza. Parada en medio de su humilde cocinita, se puso meditabunda. “Dios, ¡mis hijos tienen hambre! El dinero que me pagan lavando y planchando ropa ¡no alcanza para llenarle sus estómagos! ¡Todo está carísimo! El gobierno nos quiere matar de hambre…” “¡Qué voy a hacer!” Ahora ella había empezado a sollozar.
“Mami, mami”, se acercó diciendo uno de los niños. “Mi barriguita no se calla, y ¡me duele mucho!” La mujer abrazó a su hijito. “Lo sé, ¡lo sé!”, dijo, mientras le acariciaba su espalda. “Señor”, pensaba la viuda. “¡Dime qué hago con estos niños que no dejan de tener hambre!”. Las quejas de los otros dos niños habían subido su volumen. “Regresa con tus hermanos”, pidió la madre a su hijo. “Ahora veo que puedo encontrar para dárselos…” El niño obedeció.
Apenas quedarse sola, la señora se acercó a la mesita de su cuarto para tomar la foto de su esposo en sus manos. Al mirar su rostro, solamente empezó a hablarle en silencio: “¿Por qué tuviste que dejarme sola? ¡¿Por qué…?!” Sentía muchas ganas de llorar, pero no quería que sus hijos la vieran así, con los ojos rojos e hinchados…
Momentos después, ella preguntaba a sus cuatro hijos: “Niños. ¿Les gustaría merendar algo delicioso?” Ellos enseguida respondieron que sí, entre pura algarabía. “Entonces espérenme aquí, que no tardo”, les respondió, para enseguida marcharse.
Afuera caía una llovizna leve. La mujer enseguida se había envuelto la cabeza con su rebozo negro. Las calles estaban completamente desérticas. La luz amarilla de los postes le daba un aspecto sombrío a la noche. La mujer sentía un poco de miedo ante tal atmosfera. Y para estar tranquila, enseguida trajo a su mente los rostros de los niños que la esperaban en casa.
Minutos después ella hacía su entrada en la tienda de don Hambruno. “Buenas noches”, dijo, para después solamente empezar a mirar las mercancías, sin poder decidirse a abordar al dueño del negocio. Éste, que se encontraba cobrándole a otra señora, no le quitaba la mirada de encima. Parado detrás de su mostrador, trataba de fingir que no la veía. Pero doña Eudasia –que era como se llamaba la viuda- sabía que sí lo hacía.
-Buenas noches, doña Eudasia. ¿En qué puedo ayudarla? –preguntó el señor, mientras terminaba de embolsar la mercancía de la señora que tenía frente a él. Doña Eudasia solamente fingió no haberlo escuchado. Tenía pena de hablar frente a la señora que esperaba su mercancía.
-Don Hambruno –dijo cuando la señora ya se había retirado, pero enseguida calló. Ahora miraba las mercancías al otro lado del mostrador-. Mis niños tienen hambre, pero a mí ya no me queda dinero para… –
La pobre mujer no se atrevía a hablar. Se pasaba la mano por su cara, como queriendo apartar lejos de sí la vergüenza de saberse sin recursos para comprar cosas básicas como dos bolsas de galletas para sus hijitos hambrientos. ¡Qué desdicha más grande era la que sentía! Pero entonces ella enseguida pensó en ellos, y así es como finalmente terminó por decir-: ¿Será que usted… pueda darme fiado unas mercancías?
¡Le juro que se las pagaré en cuanto me caiga algo de dinero! Verá. Hoy no me han pagado la ropa que he lavado y planchado. –Esto anterior era mentira. Sí la habían pagado, pero como todo estaba carísimo en aquel país, pues la pobre mujer había gastado todo aquel dinero en pura comida.
-¿Sabe leer? –preguntó don Hambruno.
-Sí, claro. ¿Por qué me lo pregunta? –respondió inocentemente la señora.
-Porque ese letrero que ve ahí –dijo el señor apuntando el rotulo-, lo dice claramente. –La pobre señora entonces leyó: “Hoy no fío… y mañana tampoco”.
-¿Y… no podría hacer una excepción conmigo? –preguntó con voz lastimosa, todavía más avergonzada que antes-. ¡Le juro que se lo pagaré lo más pronto posible! –El dueño de la tienda la miraba con ojos desconfiados.
-Lo siento mucho, doña Eudasia, pero no puedo. Las personas ¡siempre dicen lo mismo!, y nunca me pagan. Regrese cuando tenga dinero, así con mucho gusto la atenderé. “¡Viejo avaro!”, pensó la señora, mientras se retiraba del lugar.
Y mientras el tendero atendía a otra persona que había entrado, la señora aprovechó la ocasión para rápidamente jalar una bolsa de galletas animalitos la cual enseguida guardó entre su rebozo. “Viejo mezquino. ¡Ojalá que nunca estés en la situación en la que ahora yo estoy!”, pensó la señora, mientras trasponía la puerta.
Afuera había dejado de lloviznar. La viuda entonces fue andando de regreso a su casa, con la cabeza descubierta… “¡Maaaami, has vuelto!”, gritaron los niños cuando la vieron. “Miren… lo… que… les… traje”, les dijo la señora, melodiosamente. “¡Galletas!”, gritaron ellos, llenos de alegría.
Momentos después dona Eudasia ya les había servido cantidades iguales de galletitas a sus cuatro hijos. Los niños mordían las galletas con sus caritas llenas de satisfacción. Pasados unos cinco minutos, uno de ellos dijo: “Mami. Creo que se te ha olvidado el café”. “¡Es verdad!”, exclamó la señora. “Pero no te preocupes”, dijo acariciándole la cabeza al niño”. “Ahora mismo vuelvo. Voy a buscarlo…”
Apenas llegar a su humilde cocina, la señora enseguida se puso a buscar dentro de sus sabucanes. Aquí era donde ella siempre acostumbraba guardar cosas como recado para comida, restos de alguna verdura… Una, dos… La señora contaba las bolsitas que encontraba. Al terminar, cuando supo que ya eran todas, agarró su cuchillo y fue cortándolas todas.
Entonces buscó una jarra, la cual llenó por completo con agua. A continuación fue lavando dentro del recipiente cada uno de los sobres de café. Guardaba la esperanza de que al hacer esto el agua pudiese teñirse lo suficiente como para hacer café para cuatro niños. Pero el agua a duras penas y cambiaba de color. La señora miraba el agua, mientras reflexionaba. -¡¿Qué podía hacer ahora si ya no había más sobres para lavar?!-. “¡Ya sé!”, exclamó. Entonces salió corriendo hacia su patio.
Al regresar a su cocinita, acercó su mano a la jarra y dejó caer adentro la tierra que había traído.
“¡Listo!”, dijo, mientras terminaba de revolver la mezcla con una cuchara. Segundos después ella anunciaba: “Niños, ¡Aquí les traigo su café!” “¡Síííí!”, gritaron todos ellos. “Café, café, ¡café!”, decían. ¡Qué contentos estaban! ¡Por fin iban a tomar a café!
Su madre apenas y había terminado de servirle su respectiva porción del líquido a cada uno, cuando ellos enseguida se lo habían empezado a beber, ¡muy rápido! Por lo tanto no le habían dado tiempo a sus papilas gustativas para que éstas hayan podido registrar el sabor de lo que tomaban. Aquello no era café, sino que agua con tierra…
Media hora después los cuatro niños sacaban espuma por la boca. Su pobre mamá viuda, al saber que no iba a poder resistir seguir viéndolos sufrir por la falta de comida todos lo días, a última hora había decidido agregarle veneno para ratas al agua. Aparte de las galletas animalitos, ella también le había robado una bolsita de veneno al mismo señor de la tienda.
Ahora, sentada junto a la ventana en su silla mecedora, ella no dejaba de repetirse, entre un suspiro y otro: “Señor, lo hice por amor, ¡sólo por puro amor a ellos! Dios mío, ¡Dios mío! ¡Tú que todo lo ves y que todo lo sabes!, bien que has de saber que… no hay peor desgracia que nacer pobre.”
FIN.
ANTHONY SMART
Junio/19/0218