Por Aurelio Contreras Moreno
La apabullante victoria del Movimiento de Regeneración Nacional y la gran mayoría de sus candidatos, encabezados por Andrés Manuel López Obrador, representa claridosamente la decisión que tomó la mayoría de los votantes que acudieron a las urnas el pasado domingo, y como tal hay que verla y aceptarla. Sin más.
Dicha decisión popular no es poca cosa. La voluntad expresada en sufragios el 1 de julio le entrega por entero el control del país a esa expresión política. Además de la Presidencia de la República, Morena tendrá mayoría en el Congreso de la Unión y en casi todos los congresos estatales que se renovaron. Ello implica un poder inmenso, omnipotente y, de manera peligrosa, prácticamente sin contrapesos. Sólo comparable al de los años de “gloria” de ese PRI al que la sociedad decidió borrar el domingo.
Y por eso mismo es que implica una responsabilidad enorme para quienes asumirán las riendas del país a partir del 1 de septiembre a través del Congreso de la Unión, y del 1 de diciembre en la titularidad del Poder Ejecutivo federal. No es, como tal parece que lo ven algunos, una patente de corso para hacer lo que quieran. Ni para agredir a quien quieran.
Los ciudadanos que le dieron mayoritariamente su voto a Morena y a Andrés Manuel López Obrador lo que piden es un cambio en la manera de conducir la política en este país. Una renovación en las prácticas públicas que esté ajena a la corrupción que ha destrozado a la sociedad y que promueva la inclusión social, la igualdad de oportunidades y la justicia. Al menos, eso es lo que desean quienes son bienintencionados.
Definitivamente, México no votó por instaurar una nueva dictadura. Ni al estilo de los regímenes autoritarios del comunismo más vetusto o de la rancia ultraderecha militar, ni al de la variable que diseñó el PRI para mantenerse siete décadas ininterrumpidas en el poder. Nadie pidió cancelar la democracia como forma de gobierno y de vida.
Tampoco se les dio carta abierta para anular libertades como la de expresión, opinión y disenso, por las que se ha luchado para su conquista con la sangre de miles de personas que ofrendaron su vida, antes y ahora, para que en todo México se pueda criticar y exigir cuentas a un Presidente o a un gobernador, sin que eso tenga que significar una condena de muerte, como hasta la fecha ha seguido sucediendo. Como ya no debe suceder más.
La abrumadora votación que encumbró a una opción política cuya dirección ideológica es más bien difusa, no significa que puedan evadir la agenda que, por lo menos en el papel, dicen defender, y que incluye los derechos de las minorías, de la diversidad sexual, de las mujeres, los cuales no pueden bajo ninguna circunstancia ser sometidos a consultas ni plebiscitos, y que por el contrario, tienen que ser respetados y promovidos por un partido que dice ser de izquierda.
No hay exageración al afirmar que las elecciones del 1 de julio de 2018 representan un hito histórico en México, en todos los órdenes. Y sin duda, el más importante de éstos es la responsabilidad que para sus principales actores conlleva que el mandato que les entregará todo el poder, no signifique un retroceso a estadios que se supone han sido superados.
Porque a la historia se puede pasar de muchas maneras. No necesariamente heroicas si se pierde la cordura y el sentido común. En Veracruz tenemos un ejemplo claro de eso. Aquí, la megalomanía los perdió.
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