* Como candidato triunfante todavía puede darse el lujo de titubear, de dudar, de caminar a pasos contados e inseguros; en cuanto sea publicado el bando que lo convierte en Presidente Electo adquiere la obligación de conducirse con certeza, aunque sea el primero en darse cuenta que el poder con el cual soñó durante 18 años, o más, no es el que conoció por referencias y el que deseaba ejercer
Gregorio Ortega Molina
De la noche a la mañana AMLO dejó de ser un corredor de fondo para transformarse, de inmediato, en oficiante del poder que ha de tomar decisiones rápidas, mejor si son certeras, pero tiene derecho a equivocarse en la acción, y tiene prohibido permanecer en la omisión.
Titubea, desconoce el alcance del poder presidencial, porque precisamente éste fue cuestionado en la elección. El presidencialismo y la suma de poderes metaconstitucionales que le añadieron dejaron de ser la esencia de la autoridad ética y moral de la República. Al desestructurarlo con el adelgazamiento del Estado lo redujeron, lo minimizaron, lo desautorizaron frente a un grupo selecto de representantes de los poderes fácticos y ante el desencanto de los gobernados, ya no digamos ante las pretensiones del Imperio.
El candidato triunfante debiera gravarse en la memoria la frase de Max Demian sacada del caletre de Hermann Hesse: “El que quiere nacer tiene que destruir un mundo”, lo que no necesariamente es una convocatoria a mandar al diablo a las instituciones, sino la necesidad de que debe tener presente lo necesaria que es la reforma del Estado para hacer viable un movimiento de regeneración nacional capaz de sustituir al viejo régimen, sin las complicaciones ni las complicidades resultantes del Pacto de la Moncloa -la sombra de Francisco Franco se extiende más allá de El Valle de los Caídos y del Pazo de Meirás- ni la terquedad de la restauración, que en Alemania sólo condujo al establecimiento del Nacional Socialismo.
Tiene la obligación, con él mismo, de romper con el pasado y con su propio pasado priista, pero también tiene el deber de preservar su seguridad. Coincido con su deseo de no quedar en manos del Estado Mayor Presidencial tal y como ahora funciona esa institución militar, pero debe reformarla para preservarla y garantizar su gestión como Presidente Constitucional.
Quien haya vivido en el entorno de la cotidianidad del presidente de México y su familia, sabe que el EMP pervirtió su función, porque de entre ellos mismos hay un selecto grupo de oficiales que entra hasta la más íntima de las intimidades de los habitantes de Los Pinos y, además conocen, por necesidad del servicio, la manera en que se cuecen y toman las decisiones que afectan la vida de uno, varios, cientos o miles o millones de mexicanos. La privacidad entre los poderosos no existe, está en manos de sus servicios de seguridad “personal”.
Como candidato triunfante todavía puede darse el lujo de titubear, de dudar, de caminar a pasos contados e inseguros; en cuanto sea publicado el bando que lo convierte en Presidente Electo adquiere la obligación de conducirse con certeza, aunque sea el primero en darse cuenta que el poder con el cual soñó durante 18 años, o más, no es el que conoció por referencias y el que deseaba ejercer, porque los mexicanos somos distintos, y las instituciones han de adecuarse a la nueva realidad.
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