Luis Alberto García / Moscú
*Remodeló su vasto plan de negocios para Rusia 2018.
*Retiro colectivo de grandes marcas globales por el “FIFA-Gate”.
*Los gobiernos siempre pierden, como el brasileño en 2014.
*En cambio, la ‘repartija’ deportiva mundialista nunca es mala.
Luego de que cuarenta funcionarios de la Federación Internacional de Futbol (FIFA) aceptaron haber recibido a lo largo de dos décadas cerca de 150 millones de dólares en sobornos, se vino encima un escándalo de dimensiones colosales, que llevó a la destitución de Joseph Blatter como presidente de la entidad, y a su sustitución por su compatriota suizo, Gianni Infantino.
Ante la gravedad de esos hechos –que incluyen otras actividades delictivas, de las cuales se encargó la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) de Estados Unidos por órdenes de la procuradora Loretta Lynch-, numerosos patrocinadores optaron por retirarse de la Copa FIFA / Rusia 2018, calificando como “marca tóxica” a la entidad que había gobernado y administrado el futbol mundial a su gusto y modo.
Aún así, Infantino supo operar los convenios firmados con grandes consorcios refresqueros y de ropa deportiva para conseguir patrocinios locales, que, por supuesto, no aportan las cantidades que gastarían las marcas internacionalmente conocidas, necesarias para interesar a la fanaticada de la nación donde se realiza el evento cuatrienal, capaces de hundir o de sacar adelante a las economías de determinados países.
La secuela de los desastres éticos y económicos que dejó Blatter en la FIFA hizo ver que -aún en diciembre de 2017-, solamente uno de los veinte espacios destinados a los patrocinadores en la orilla de las canchas de futbol de las sedes de la justa de Rusia, había reservado el suyo.
La razón se explica debido a que la FIFA debía pagar en 2018 más de cincuenta millones de dólares por concepto de compensación por las demandas surgidas cuando fueron aprehendidos en Zurich, Suiza, los ejecutivos involucrados en el celebérrimo “FIFA-Gate” de mayo de 2015.
A esto se suman las agrias y duras críticas que se desatan en los países organizadores, como ocurrió en Brasil en 2013 durante el desarrollo de la Copa Confederaciones, cuando las protestas por el exceso en los gastos estremecieron al gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, heredera del compromiso adquirido por Luiz Inácio Lula da Silva de hacer realidad el Campeonato Mundial de 2014.
El país que hospeda una Copa FIFA recibe pocas ganancias, y es el sector turístico el que las obtiene a lo largo de un mes, debido al alza de precios y a la llegada de visitantes procedentes de las más lejanas y recónditas latitudes, por ejemplo, de Islandia y Vanuatu, cuyos ciudadanos, jubilosos, arribaron a Brasil aunque sus equipos ni siquiera hubiesen clasificado.
Como segundo acontecimiento de esa envergadura –el primero fue en 1950, cuando la selección “verde amarela” perdió (1-2) el título ante los uruguayos-, el gobierno brasileño gastó casi 14 mil millones de dólares, más de dos tercios en infraestructura, para la construcción o remodelación de los estadios mundialistas.
Sin embargo, la recesión económica dejó en el abandono las fastuosas instalaciones levantadas o remodeladas para la Copa FIFA de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 de Río de Janeiro, pasando a ser escenarios solitarios y tristes, “elefantes blancos” similares a aquellos que se edificaron durante la dictadura militar (1964-1985), cuando el gigantismo estuvo por encima de todo impedimento.
Muestra de lo anterior es la Arena Pantanal de Cuiabá, capital de Mato Grosso, sede del Grupo H, del que Rusia salió victimada por Corea del Sur que, con un empate (1-1), obligó a su inesperada eliminación y a ofrecer su más lastimosa actuación en torneos mundialistas desde 1958.
La ciudad -ubicada en la selva de ese nombre, sin equipo que la represente en el famoso “Brasileirao”, el campeonato nacional brasileño-, tiene un escenario deportivo devorado por la floresta verde, madriguera de la llamativa y peligrosa fauna regional, serpientes, macacos dorados y jaguares incluidos.
La FIFA informa que, desde el remoto pasado, ha cubierto los gastos operativos de los eventos, mientras el anfitrión gasta en estadios, carreteras, estacionamientos, hoteles y otros ingredientes necesarios pare el buen desarrollo de los mismos: “Tudo bem”, como dijeron algunos anfitriones de Sao Paulo.
Además se anunció que se repartirían las ganancias por la venta de boletos, revendidos en ocasiones por vivales, y hasta por funcionarios que los guardan para cuando aparezcan los ingenuos con motivo de tan señalada ocasión.
La FIFA también avisó que las compañías aseguradoras no tienen cobertura en caso de terrorismo, tema que el gobierno de Rusia tiene presente, por aquello de que aparezcan las huestes del Estado Islámico o los militantes del separatismo checheno, uno de sus enemigos.
Datos oficiales consignan que la taquilla en Rusia puede dejar cerca de 800 millones de dólares, poco si se compara que el gobierno de la enorme nación ha gastado casi 17 mil millones de dólares, más todavía que Brasil en sus buenos tiempos, cuando aspiró a potencia, con Lula da Silva en su segundo mandato.
“La ‘repartija’ –dice Carlos Óscar Suárez Muñiz, aficionado argentino, seguidor del River Plate desde que se acuerda y de la albiceleste de su patria, quien como periodista investigó las cuentas sobre lo obtenido en la Copa del Mundo de 1978- así es actualmente: de 400 millones, se distribuyen bonos de 1.5 millones entre los participantes, que incluyen otros ocho para los 16 eliminados en fase de grupos”.
Quienes pasen a octavos o segunda ronda –prosigue Suárez- se llevarán doce millones de dólares; en cuanto a los semifinalistas, serán 22 para el cuarto lugar; 24 para el tercero; el subcampeón obtendrá 28; y el monarca, 38 millones de dólares como premio, recursos libres, como dicen los neoclásicos, de polvo y paja.
En suma y pocas palabras, la Copa FIFA, donde quiera que se juegue, siempre ha sido negocio; pero para unos cuantos, como será en Rusia 2018, y con mayor razón en Qatar 2022.
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