* La palabra, se sirven de ella como del papel sanitario porque usada con habilidad limpia de cualquier felonía, toda omisión, todo exceso. Construye puentes, entendimiento, pero sobre todo sujeta al mandato de una ley que muy pocos observan
Gregorio Ortega Molina
La palabra es poder. El tema es bíblico, histórico, literario. Ahora -como lo narra Antonio Muñoz Molina en su columna de Babelia de 21 de julio último- también es veneno.
Él elige una: raza. Nos cuenta que en Francia hay una reforma constitucional que la borra de su texto y la sustituye por humanidad, humanos y todos los sinónimos relacionados con los que nos constituimos como animales inteligentes que, de una u otra manera, establecen su dominio sobre la naturaleza, y como toda bestia, el del más fuerte sobre los débiles.
El instrumento por excelencia del poder político y espiritual, del oficio de mandar para bien y para mal, de imponer criterios, normas, leyes, narrativas históricas, es la palabra. Existen artesanos que la estudian y aprenden a usarla con habilidad para hacernos mejores seres humanos: los filósofos, poetas, literatos de todo tipo y todo otro artista como lo son pintores y compositores, porque el lienzo coloreado transmite una narrativa en lenguaje universal, y las notas musicales son mensajes personales y colectivos dirigidos a quienes disfrutan de la melodía, del ritmo.
En álgebra, física, química se escriben con símbolos distintos a las palabras, pero ese lenguaje crea conceptos, ideas, forma mensajes que los cófrades de esas disciplinas estudian y mejoran y convierten en una lengua común, que de alguna manera nos da acceso a esas otras áreas del conocimiento.
Raza es una palabra que se usa para confrontarnos a unos con otros; muchos términos se han universalizado para mantenernos sujetos con su veneno, escondido detrás del concepto y la idea, para vender a los gobernados una renovada promesa de futuro, el camino al entendimiento y la salud y la felicidad, cuando la <<globalización>> el <<libre mercado>> y <<reforma>> van siempre en sentido contrario de lo que nos venden como agentes liberadores de la carga significada en el ser humano, entender que la libertad es una entelequia y la salud un fideicomiso para los muy ricos; los programas sociales en política han de servirse de la palabra para que los compremos con los ojos cerrados, los oídos bien abiertos y la salivación a todo trapo, para que nos traguemos el cuento.
En el ámbito espiritual, clérigos, rabinos, pastores y hermanos, no hacen malos quesos con las palabras, porque están -ellos- más allá de la intuición en lo que a la fe se refiere, saben que es una gracia, un don, y tenerla o no, requiere de una absoluta templanza y una noble actitud de servicio. Es un obsequio que ha de atesorarse, y no cualquiera puede conservarlo, como tampoco es fácil encontrar un político dispuesto a sujetarse, con los ojos y la boca cerrados, al mandato constitucional.
La palabra, se sirven de ella como del papel sanitario porque usada con habilidad limpia de cualquier felonía, toda omisión, todo exceso. Construye puentes, entendimiento, pero sobre todo sujeta al mandato de una ley que muy pocos observan.
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