Luis Alberto García / Moscú
*Los campeones son considerados un modelo de integración.
*Solamente hay cuatro futbolistas de origen netamente francés.
*Mayoría de africanos, caribeños, asiáticos y poquísimos europeos.
*Los padres de esos jugadores hoy quizá morirían en el Mediterráneo.
*La presidenta de Croacia repartió sonrisas y besos a vencedores y vencidos.
El XXI Campeonato Mundial de futbol ganado por Francia el 15 de julio de 2018 en el estadio Luzhnikí de Moscú, escenario de la final entre el equipo europeo y Croacia, fue una victoria europea; pero vestida con los colores de África y de diferentes naciones, incluidas algunas de Asia y del Caribe francófono; o, en otras palabras, “Francia se vistió de África”, como escribió el escritor mexicano Juan Villoro.
Ningún equipo africano sobrevivió a la fase de grupos, los asiáticos cayeron en octavos y los latinoamericanos en cuartos y octavos de final, de modo que la superioridad del viejo continente fue tan aplastante, que la Copa FIFA / Rusia 2018 pareció una Eurocopa de Naciones, cuya primera versión la obtuvo la Unión Soviética en 1960.
Los franceses son los nuevos monarcas del balompié mundial; pero la incógnita está en saber el papel que juega la inmigración hacia el país que, en 1789, enarboló la igualdad, la libertad y la fraternidad como parte de su identidad nacional, traducida en la Revolución que acabó con los privilegios de clase encarnados por Luis XVI y su esposa, la reina María Antonieta.
De los 23 seleccionados integrantes de la representación conducida por Didier Deschamps, campeón mundial de 1998, 21 nacieron en territorio francés; pero solamente cuatro son de ascendencia “netamente original”, embotellados de origen, como el champagne, mientras el resto proviene de familias de otras latitudes, principalmente quince que son del África subsahariana.
Sin embargo, la distinción resulta injusta: Europa es todo el mundo, y es que 83 de los 230 jugadores europeos del torneo de Rusia nacieron fuera de sus países, como el portugués Pepe, el español Diego Costa y el ruso Mario Fernándes, quienes llegaron de Brasil, que, si ya no es la potencia futbolística del pasado, sí es el mayor generador de materia prima futbolística para Europa, Asia y Oceanía.
Pero los europeos no solamente se surten de futbolistas del exterior: también devuelven a jugadores mejor preparados de lo que habrían estado en otras ligas, como ocurre con Marruecos, harto de caer en las eliminatorias, que esta vez clasificó apelando a un sentido nacional más abierto al alinear a 17 jugadores nacidos en Francia.
Las semifinales son un verdadero escaparate de futbolistas de todos los orígenes: en el partido decisivo del 15 de julio contra los croatas, sin ir más lejos, Deschamps alineó jugadores con familias originarias de cuatro continentes.
Raphael Varane es de Martinica, en las Antillas francesas; Alphonse Areola es de Filipinas; Steve Mananda, Presnel Kimpembe y Stephane Nzonzi del Congo; Samuel Umtiti y Kylian Mbappé de Camerún; Benjamin Mendy de Senegal; Ngolo Kanté y Gibril Sidibé de Mali; Blaise Matuidi de Angola; Paul Pogbá de Guinea; y Corentin Tolisso de Togo.
Adli Ramy y Nabil Fekir tienen sus raíces ancestrales en Argelia –como Zinedine Zidane, el héroe de la final de Francia 98, anotador de dos goles a Brasil el domingo 12 de julio de ese año en el estadio parisino de Saint Denis-; además de Lucas Herna´dez, de España; y Antoine Griezmann, cuyo apellido paterno no es precisamente francés, y de madre portuguesa.
Así, entre titulares y reservas, los genuinamente nacidos en Francia son Hugo Lloris, Olivier Giroud, Benjamin Pavard y Florian Thauvin, con el valor cultural de la diversidad haciéndose patente cuando los éstos cuatro celebran sus éxitos y ves a Griezmann -el rubio del Atlético de Madrid, antiguo compañero del mexicano Carlos Vela en la Real Sociedad de San Sebastián-, tratando de bailar como los africanos.
La mitad de los futbolistas de Bélgica también aporta raíces extranjeras, incluidas las españolas de Yannick Carrasco y las congoleñas de la estrella -que esta vez no brilló como se esperaba- Romelu Lukaku, cuya madre patria africana sufrió la más espantosa y despiadada esclavitud cuando, a partir de 1885, el rey Leopoldo II hizo del Congo su propiedad privada, asesinando a diez millones de seres humanos, víctimas de un colonialismo decadente que se extinguió a mediados del siglo XX.
Así lo denunció el diplomático irlandés Roger Cassement, cuyos testimonios son recreados por el novelista hispano-peruano Mario Vargas Llosa en “El sueño del celta” (Editorial Alfaguara, México, 2007), en los cuales pueden contemplarse la totalidad de las atrocidades cometidas por el pillaje colonialista, en nombre de la mal llamada civilización occidental y cristiana.
Recientemente, el mismo Lukaku dijo con claridad luminosa: “Cuando las cosas iban bien, los diarios me llamaban ‘el delantero belga’. Cuando iban mal, ‘el delantero belga de ascendencia congoleña’; es decir, si no te gusta cómo juego, está bien, pero nací aquí, crecí en Amberes, Lieja y Bruselas”.
Romelu, un gigante asustador, terror de los más duros defensas del mundo, soñaba con jugar en el club Anderlecht; pero empieza una frase en francés, la termina en flamenco y en medio mete algo de español, portugués o lingala –idioma del Congo-, según el barrio en el que esté; pero es belga: “Todos somos belgas”, denuncia.
De los equipos que llegaron a la fase de semifinales, Croacia es el único que ostenta cierta, digamos, “pureza étnica”, pues los apellidos de casi todos sus jugadores terminan en la misma letra: Dalic, Subasic, Mandzukic, Perisic, Rakitic, Strinic, Brozovic, Rebic y Kramaric; pero también es el único país que no formaba parte de la Unión Europea (UE) hasta 2016.
Por eso, uno de sus más grandes futbolistas, medio campista del Barcelona, Iván Rakitic, nació en Suiza, y casi acaba jugando en ese país, aunque la República Helvética tampoco forma parte de la UE, su status nunca fue el de los Balcanes, donde existió la gran Yugoslavia de Josip Broz, “Tito”.
De ella se desprendió Croacia en 1991 -provocando las guerras balcánicas de fin de siglo-, cuyo actual gobierno lo encabeza Kolinda Gramar-Kitarovic, racista, xenófoba, antiinmigrante, euroescéptica, nacionalista, ultraderechista y conservadora.
La señora tiene una cauda de seguidores inspirados en la variante fascista fundada por Ante Pavelic y sus “ustachas”, considerados entre los mayores criminales de la Segunda Guerra Mundial, enemigos a muerte de los partisanos del mariscal “Tito”.
Kolinda apareció el 15 de julio de 2018 ante las cámaras televisivas, en las tribunas y en el palco de honor del estadio Luzhnikí junto a Vladimir Putin y Emmanuel Macron, atractiva, voluptuosa, alegre, risueña y encantadora que, tras la derrota de los suyos ante Francia, abrazó a todos quienes pudo, blancos, africanos, árabes y de todos los colores, con la camisa roja y blanca ajedrezada, como la bandera de su país.
Concluimos con una frase de Rafael Roncagliolo, escritor peruano: “Los padres de muchos de esos jugadores quizá morirían en el Mediterráneo para llegar a costas europeas, o serían encerrados en campos de refugiados y luego devueltos al hambre y la guerra. Europa les explicaría que no hay lugar para ellos. Matteo Salvini, ministro italiano, los llamaría “carne humana”. La Copa de Rusia demuestra que la UE gana cuando se abre al mundo, y que el mundo gana con ella. Es el mejor momento para demostrarlo”.
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