CUENTO
-Dígame –pidió saber el niño-. ¿Cómo termina la historia?
-No tiene final –enseguida le respondió el anciano, mirando hacia lo lejos.
-¡Eso no puede ser verdad! –Se quejó el niño, para luego añadir-: Toda historia tiene un final, y la que acaba usted de contarme ¡no puede ser la excepción! –Sus ojitos de color café brillaban. Sentado sobre aquel banquillo alto, mecía sus piernas adelante y hacia atrás. Luego de un rato, al ver que el anciano seguía callado, volvió a decirle:
-¡Vamos! ¡Cuéntemelo ya! Estoy seguro de sí tiene un final. Lo que pasa es que solamente usted no quiere contármelo. –Al escudarlo, el anciano le dirigió una mirada severa, pero sólo era de pura broma. Al mirarlo, el niño, enseguida le sonrió.
-Vamos, ¿sí? –volvió a insistirle el pequeño, muy despacio. El anciano, al escuchar su vocecita, enseguida se había sentido completamente desarmado. Aquel niño de ocho años siempre sabía cómo salirse con la suya.
-Está bien, ¡está bien! –respondió el anciano, moviendo los brazos en alto. Te lo contaré –dijo, mientras rebuscaba dentro de la bolsa de su pantalón un último cigarro. El niño nuevamente vez volvió a sonreírle, a pesar de que el anciano ya no lo miraba. Éste no tenía por qué hacerlo. Porque aquella sonrisa ya la conocía muy bien. Para él, aquel niño representaba la esperanza, la misma esperanza que él un día había sentido cuando también era un niño. Y de repente, su mente se encontró recordando un pasaje de su niñez.
-Mamá, ¿me cuenta otra historia? –pedía él siempre a su madre. Y ella siempre accedía a su petición. Al recordarlo ahora, sus ojos se le nublaron por algunas lágrimas, que enseguida se apartó con sus manos. Los tiempos habían cambiado mucho. Los padres de ahora rara vez les leían cuentos a sus hijos antes de dormirse.
-|¿En dónde me quedé? –preguntó por fin al niño, mientras encendía su cigarro. El niño, al verlo, enseguida le objetó:
-¡No fume, o le hará mucho daño!
-¡Sólo eso me faltaba! –Objetó el anciano, mientras que la suela de su bota apagaba el cigarro-. ¿Un niño diciéndome que no fume? ¡Pero cómo puede ser posible! –Y de nuevo miró al niño severamente.
-¡Es que no quiero que se muera! –respondió el niño a manera de defensa.
-¿Lo dices en serio? –Preguntó el anciano-. ¿Pero es que acaso no te has dado cuenta de lo viejo que ya estoy? –El niño no supo qué contestarle. El anciano tenía razón. Ya estaba muy viejo como para andarse cuidando. Fumar o no un cigarrillo era lo de menos.
Sí, ¡lo he dicho en serio! –replicó el niño, mirando retadoramente al viejo. Además –siguió diciendo-, si usted se muere, ¿quién será el que me cuente historias? –Su voz había sonado muy inocente.
-¡Ah, con que es eso! –contestó el anciano. Luego entonces empezó a reírse por lo que había escuchado. Y mientras encendía el último cigarro que le quedaba, después de apagar el cerillo, dijo:
-Niño, niño, niño. –Su voz era como una resignación-. ¿Es que acaso no tienes padres que lo hagan por ti? –Estas palabras fueron como un golpe que le dieron en la cara al niño, ya que él enseguida había agachado la mirada al instante de haberlas escuchado. Esto le había hecho recordar su realidad. Sus padres nunca le hacían caso, ellos solamente se la pasaban todo el tiempo discutiendo y peleando. Y entonces se hizo un silencio entre estas dos personas. El anciano miraba a su alrededor, mientras que el niño permanecía con la cabeza inclinada. Después de unos instantes, al ver que permanecía así, el anciano nuevamente habló para peguntarle:
-¿Es que acaso te han comido la lengua, o qué? –El niño no contestó nada, y tampoco se atrevía a mirarlo ya. Con los ojos todavía sobre el suelo, parecía estar muy cohibido.
Todo su cuerpo ahora se asemejaba mucho al de un caracol, que aunque intentaba guardarse dentro de su concha, simplemente no podía. El anciano tampoco dejaba de mirarlo. Parecía disfrutar el momento bochornoso en que sus palabras habían conducido al niño. Unos segundos más fueron los que él esperó, para luego enseguida volver a insistir con la mismo-:
¿Es que acaso también te has vuelto sordo? Te pregunté que si ¿te han comido la lengua? –El cuerpo del niño ahora se miraba tan frágil. ¿Por qué el anciano le había hecho un comentario así de cruel? Tal vez y era porque él no conocía a sus padres. Aparte, el niño era siempre quien venía a buscarlo para pedirle que le contase historias que él se sabía de memoria.
-Per… ¡perdón! –logró decir el niño, sin levantar su cabeza. Luego se levantó de donde estaba sentado y, antes de que el anciano le volviese a decir algo más doloroso, arranco a correr. Y mientras corría, solamente sentía tristeza y soledad, ya que él siempre había considerado al anciano como a su amigo. Pero él, por lo visto, nunca lo había notado.
-Mañana cuando regrese, se lo contaré –se dijo así mismo el anciano cuando lo vio desaparecer a lo lejos-. Mañana. Mañana habrá más tiempo que vida. –Después de decir lo anterior, alzó el banquito y agarró la cajetilla de cigarros que había estado escondido debajo. Luego de guardárselo en la bolsa de su camisa, decidió que ya no tenía nada que hacer fuera. Así que enseguida se metió a su casa.
Ese día, cuando se hizo muy de noche y al anciano le tocó ir a acostarse, cuando por fin logró dormirse, empezó a soñar. Y su sueño era muy parecido a la realidad. Dentro de su sueño vio la imagen de siempre. El niño se encontraba sentado en su sitio habitual, y él también. Todo era lo mismo. El anciano le contaba al niño historias que a veces él mismo inventaba, y también otras que había aprendido a través de su madre. Esta vez, en su sueño, también pudo ver cómo es que le contaba al niño la historia que aparentemente no tenía final. Al llegar a la misma parte de siempre, donde él siempre dejaba de contar, en su sueño también pudo ver como el niño volvía a pedirle que por favor le contase el final. El anciano entonces, por vez primera, accedía a hacerlo, sin que el niño se lo pidiese dos o más veces. En su mismo sueño, el anciano vio que le contaba:
“Había una vez dos muchachos que eran muy buenos amigos. No tenían nada personal en común, ah, pero eso sí, en lo que a libros y películas se refiere, los dos coincidían en los mismos gustos y preferencias”. El anciano veía en su sueño como el niño lo escuchaba completamente embelesado. Y después de haber estado contando la historia un buen rato, al llegar a la parte donde él siempre la daba por terminada, y donde el niño enseguida le pedía que le contase el final, el anciano por fin lo hacía. Entonces él continuó relatando:
“…Ambos fueron muy buenos amigos por unos años, hasta que un día el más sensible de los dos vino a darse cuenta de la realidad. Y ese día la amistad que había entre ellos murió”.
-Pero ¿por qué? –había preguntado el niño en el sueño del anciano. Y éste enseguida le había respondido:
-Porque ese día fue el día en el que las películas murieron.
-¿Cómo? ¡No lo entiendo! –había dicho el niño, un tanto confundido-. ¿Eso quiere decir que ya no había más películas para mirar?
-No, ¡tontito! No es eso. –Luego de darle una bocanada a su cigarro, el anciano dijo-: Lo que en verdad pasó fue que el más sensible de los dos se había dado cuenta de que todo lo que tiene un principio, ¡también tiene un final! Y la amistad que un día había surgido entre ellos dos no podía ser la excepción. Aquel muchacho muy sensible, finalmente había descubierto que aquel otro a quien consideraba su amigo, no lo era de verdad. Cuando él había tenido un problema personal, jamás pudo contar con su ayuda o con su atención. Al otro jamás le había importado como persona, aparte de que ¡siempre había estado ausente!
-¡Ah! –Había exclamado el niño dentro del sueño del anciano-. ¡Ahora es que lo entiendo!
-¡Ajá! –Había exclamado el anciano, mientras se miraba sus zapatos-. Y desde ese día el joven sensible sintió mucha tristeza en su corazón. Porque él en verdad que apreciaba mucho al otro muchacho. Y aunque le había costado mucho sacrificio dar por terminada su amistad, él sabía que no tenía otra alternativa… –Al mirar al niño, al ver que éste parecía esperar más de la historia, el anciano finalmente añadió-: El joven desde luego que siguió leyendo novelas y viendo películas, pero ahora ya no tenía a nadie con quien hablar de ellas. Y es por esto que la historia se llama así: “El día en el que las películas murieron”.
-¡Qué historia más bonita! –Había observado el niño-. ¡Y qué final más triste!
-¿Ves? –Contestó el anciano-. ¡Es por esto que nunca quería contártelo!
-¡Pero a mí me ha gustado el final!…, a pesar de que ha sido muy triste.
-¡Pues a mí no! –enseguida había respondido el anciano, con algo de dolor en su voz.
-¿Por qué? ¿Por qué no? –había preguntado el niño, mirándolo otra vez con sus ojitos inocentes.
-¿Por qué? ¿POR QUÉ? ¡POR QUÉ! ¿Es que acaso no sabes hacer otra cosa que preguntar? –Al escucharlo, el niño enseguida había agachado su cabecita. Estaba muy avergonzado por la reacción que su pregunta le había producido al viejo. Éste, que ahora se encontraba sentado frente a él, solamente le miraba su persona resentida. Y después de unos instantes, al ver que el niño seguía sin decir nada, fue él mismo quien lo hizo. Entonces él había preguntado:
-¿De verdad quieres saberlo? –El niño, que seguía con la mirada sobre el suelo, solamente se limitó a mover su cabecita para decir que sí. Ahora fue el anciano quien tenía los ojos tristes, ojos que el niño no había visto. Aquella mirada, de repente, parecía contener un montón de universos. Sin duda que cada uno de esos universos estaba repleto de historias, historias fantásticas que jamás serian contadas en tu totalidad.
-¿Por qué? –había preguntado el niño, sin alzar su cabecita. Creía que su amigo ya se había dormido sobre su banquillo. Pero entonces el anciano le respondió en su sueño:
-Porque aquel joven sensible soy yo… –Y ya no dijo nada más.
Esa vez, cuando la mañana llegó y con ello un nuevo día, el anciano ya no despertó. Había muerto en el transcurso de la madrugada.
FIN.
Anthony Smart
Agosto/21/2018