CUENTO
El reloj despertador empezó a sonar, haciendo aquel ruido inconfundible. Ella, con los ojos aun cerrados, alargó su brazo y, entonces lo apagó. No recordaba qué día era el que empezaba. Su cuarto seguía estando oscuro. Apenas y eran las cinco y media. Ella lo supo al mirar el reloj, el cual, con números rojos y grandes lo decía.
Ella decidió seguir acostada unos minutos más. Todavía era muy temprano. Por lo tanto no había problema para dedicarle unos minutos a la reflexión. Así que, para sentirse más cómoda, ella colocó sus brazos detrás de su cabeza, y; mirando las aspas del ventilador de techo dar vueltas muy lentamente, se puso a hacerlo.
Lo primero en lo que ella había meditado había sido el hecho de que el año que transcurría era el último en su vida como profesora. Ahora era diciembre, el mes que siempre le había gustado más… La mayoría de las casas de la calle donde ella vivía ya estaban muy bien adornadas; su casa en cambio seguía estando como el resto del año: sin adornos de ningún tipo…Y después de pensar en arbolitos, regalos, comida y demás, ella enseguida se dio cuenta de lo afortunada que siempre había sido…
“¿Qué podría hacer por ellos?”, una y otra vez se preguntaba la mujer, mientras el agua le caía sobre su cuerpo. Situada bajo la regadera, no dejaba de pensar en todas las cosas malas que ahora sucedían en el mundo. Lo peor de todo es que la gente ya lo veía como algo normal.
En definitiva que el mundo había enloquecido, y con él también la gran mayoría de las gentes que lo habitaban. Después de un rato, al salir del baño, mientras ella se secaba el pelo con una toalla, ella ya había llegado a una conclusión: pondría a salvo a todos sus niños. Esto era lo mínimo que podía hacer por ellos.
Ese día, cuando la mujer llegó a su escuela, al entrar a su salón de clases, luego de sentarse, se puso a esperar, con toda la paciencia de la que ella era capaz, a que llegasen todos sus alumnos. Después de un cuarto de hora, cuando ya todos los niños estaban presentes, la maestra de cincuenta y cinco años se puso de pie y los saludó de una manera muy cálida y efusiva: “Niños, ¡es Navidad y…! Bueno, todavía faltan unos días para eso, pero yo, el día de hoy, quise traerles unos obsequios. ¿Quieren verlos?”, les preguntó. Los niños enseguida empezaron a brincar y a gritar de pura alegría. Estaban muy contentos por lo que habían escuchado. Tan contentos estaban, que ninguno de ellos había respondido “Sí”.
Todos tenían entre seis y siete años. Y conformaban uno de los dos grupos de primero que había en esa escuela; eran el grupo “A”. Desde su lugar, su maestra los miraba con mucha ternura. Ella no tenía hijos. Nunca quiso tenerlos. Ella siempre había pensado que en el mundo ya existían muchos niños que sufrían, así que ella de ninguna manera haría crecer la cifra. En vez de eso, ella supo que haría cuanto estuviese a su alcance para hacer feliz a unos cuantos a través de su enseñanza y cariño: sería maestra. Ahora, los niños no dejaban de mirarla. Ella entonces se puso a explicarles que después de terminar de pasar lista, empezaría a sacar los regalos de las bolsas para entregárselos. Los niños, muy disciplinados, enseguida asintieron.
Transcurridos unos minutos, al terminar de pronunciar el último nombre de su grupo, la maestra les sonrió otra vez. En su corazón sentía mucho dolor, porque entonces había tratado de imaginárselos a todos dentro de unos quince o veinte años. “¿Qué es lo que será de ellos?”, se preguntaba con mucho pesar, mientras que sus manos desataban las bolsas. “Este país, cada día está más peor, y para colmo de males, el gobierno SOLAMENTE LES REGALA ZAPATOS QUE PARECEN DE CARTÓN, y chamarras horribles, que más que calentar, lo único que hacen es enfriar todavía mucho más sus pobres cuerpecitos… Definitivamente; solamente son puras porquerías… Oh, mis niños. ¡Nunca más quiero verlos usar zapatos de cartón…! Es por esto que hoy he querido traerles zapatos de verdad…” ¿De dónde los había sacado ella? Nadie lo sabía.
Después de terminar con su discurso interior, la maestra se puso a explicarles a los pequeños que solamente habrían zapatos para unos cuantos, y que serían para quienes diesen la talla. También les dijo que a quienes no les tocase, que no estuviesen tristes, porque a ellos les regalaría una cajita de cereales. Los niños, humildes como eran, en lo absoluto protestaron. Al verlos ser muy bien portados, su maestra no pudo sino que solamente sentir muchísimo regocijo en su corazón. Aquellos niños no se merecían los desperdicios que el gobierno les daba, como si ellos fuesen unos pordioseros, ¡no! ¡Ellos se merecían algo de verdad, algo de calidad! Pero no había nadie para que los dijese.
Media hora después, cuando ella terminó la repartición de zapatos y de cereales, les dijo algo más a sus alumnos:
-Niños, ¿están contentos?
-¡Siii! -respondieron los niños a los que sí les había tocado zapatos. ¡Gracias por lo que nos ha regalado! ¡Están muy bonitos! -dijeron, mientras se miraban los pies.
-¿Y ustedes no están contentos? -La maestra se refería a los que solamente les había tocado una cajita de cereal.
-Sí, ¡maestra! -enseguida respondieron ellos, incluidos los niños a quienes, además de zapatos, también les había tocado su cajita de cereal. Después de varios minutos de expresar su gratitud, todo el salón guardó silencio. Ahora todos los niños miraban con curiosidad a su maestra. Ella no sabía cómo traducir aquellas miradas. Estos niños eran los últimos a los que ella les daba clases. ¿Qué es lo que sería de ellos? Pensar en esto la entristecía lo indecible.
-Niños. ¿Adivinen qué? –les preguntó la maestra, para romper el silencio que se había hecho. Todos los niños entonces preguntaron al unisonó “¡¿QUÉ?!”
-Aún les tengo una sorpresa más. –les dijo, tratando así de ya no pensar en todas las demás generaciones venideras. Al escucharla, todos los niños empezaron a mirarse entre sí. No podían creer lo que su maestra acababa de decirles. Muchos de ellos hasta habían abierto sus boquitas, en señal de que estaban completamente asombrados. Todos estaban muy felicites por la generosidad de su maestra. “¿Otra más?”, parecían preguntarse algunos con sus manos puestas sobre sus caritas. Su maestra, al mirar a estos, solamente movía su cabeza.
-Sí, ¡así es! ¿Y saben de qué se trata? -les preguntó.
-Nooooo -respondieron todos. ¡Díganoslo ya, por favor! ¿De qué se trata? –preguntaron con sus caritas llenas de emoción. Su maestra entonces les dijo:
-Se trata –dijo, para enseguida callar-. Se trata… -Ella buscaba hacérselas de mucha emoción. Una y otra vez había repetido “se trata”…, hasta que después de repetirlo unas cinco veces por fin se los reveló. -¡Se trata de una película! –anunció, mientras caminaba entre los mesa bancos-. ¡Sí, así es niños! ¡El día de hoy no habrá clases! En lugar de eso, ¿saben qué haremos? ¡Veremos una película, una película de Dust-ney! “Ehhhhh”, exclamaron todos los niños. “Dust-ney, ¡Dust-ney!”, empezaron a repetir entre pura algarabía. Estaban que no cabían de la emoción.
Un rato después, cuando todos los gritos de alegría por fin cesaron, la maestra se acercó hacia la mesa del rincón para encender su computadora. Y mientras esperaba a que la maquina se iniciase, aprovechó para sacar la película de su estuche. Al hacerlo, enseguida miró el disco por sus dos caras. En una de ellas decía el título de la película: “UN MUNDO MARAVILLOSO”. Al leerlo, la maestra solamente atinó a pensar en lo irónico que resultaba el título con todo aquello que ahora veía en su realidad.
Segundos después ella colocaba el disco en el compartimento de la máquina. Luego, al cerrarse éste, enseguida empezó a sonar, señal de que el láser empezaba a leer la información del disco. La maestra entonces, sin esperar más, movió el mouse y le dio inicio a la película. El proyector colocado sobre un soporte especial, a un metro bajo del techo, ya estaba listo para empezar a funcionar. Ahora lo único que faltaba era que la maestra le diese play a la película. Después, al voltear a ver hacia atrás, ella vio como las caritas de sus alumnos esperaban. “Pronto”, pensó ella para sus adentros, “pronto todo será maravilloso para ustedes”… Para este entonces, la pantalla ya había empezado a mostrar los créditos de la película.
Las ventanas de madera del salón, todas ellas, ya estaban cerradas. Adentro, ahora, parecía una sala de cine. Estaba muy oscuro. Los niños se encontraban, la mayoría de ellos, sentados sobre el piso, a la espera de que el pizarrón que serviría de pantalla empezase a mostrar las primeras imágenes de la película. Y después de unos segundos, cuando finalmente los créditos se terminaron, una voz con tono muy armonioso empezó a narrar:
“Había una vez… ¡un mundo en todo era hermoso y perfecto! Los niños, como es de suponer, eran los que más amaban este lugar. Sus padres nunca tenían que preocuparse de alimentarlos, porque en este mundo maravilloso todos los arboles daban unos frutos muy deliciosos, los cuales siempre podían ser alcanzados por las manos de todos los niños… Por lo tanto, ningún niño pedía comer pizza o hamburguesas…, porque nada podía compararse al sabor de esos frutos, los frutos de los árboles de este mundo maravilloso…”
Mientras transcurría la película, todos los niños comían sus cereales. Su maestra observaba como ellos metían sus deditos en la cajita, pero sin nunca apartar sus miradas de la pantalla… Después de un rato, ella decidió irse a sentar a la parte de atrás del salón. Había pensado que desde allí podría verlos partir hacia “Un mundo maravilloso”. Uno a uno los miraría correr por sendas adornadas con árboles repletos de frutos maravillosos… Sí, definitivamente sus niños se merecían un mundo así. Y hacia allá se dirigirían pronto. Ahora todo era cuestión de tiempo para que ellos terminasen abandonando este mundo putrefacto… Tan sólo unos minutos más, pensaba ella, y ya nunca más los volvería a ver usar zapatos de cartón, y chamarras de papel; nunca más los volvería a ver comer cereales que parecían todo, menos cereales.
“Nunca más, mis niños… ¡N u n c am à s! –fue diciendo la maestra, de manera pausada. N U N C A M À S… De ahora en adelante, en el mundo maravilloso, adonde ahora ustedes van, solamente usarán ZA P A T O S D E V E R D A D, y…, y C H A M A R R A S de… D E V E R D A D, y…, y…
La maestra ya no pudo alcanzar decir “ropas hermosas y de fibras muy finas”, y todo lo que ella siempre quiso verles usar a sus pequeños, a quienes siempre había amado como a los hijos que nunca tuvo. Porque entonces los gases tóxicos, que tanto ella como sus peques habían inhalado en la penumbra, ya habían surtido su mayor efecto en su organismo. Ahora, los veintisiete niños ya estaban muertos. A ella en cambio, poco le faltaba para hacerlo.
Y mientras esperaba a que el veneno terminase de matarla, ella cerró sus ojos, muy lentamente. Y al hacerlo, enseguida empezó a ver como todos los niños corrían descalzos a través de un camino muy hermoso, con árboles de hojas de mil colores. Ella supo entonces que ya estaban haciendo su llegada hacia un mundo maravilloso. Y, antes de que el veneno terminase por apagar a su mente, ella, arrastrando las palabras, dijo, una y última vez: “Niños, ¡mis niños! De ahora en adelante, ustedes… YA NUNCA MÁS VOLVERÁN A USAR… ZAPATOS DE CARTÓN…”
FIN.
Anthony Smart
Septiembre/07/2018
Septiembre/13/2018