Javier Peñalosa Castro
La compasión, entendida como la empatía con el otro y la identificación con sus males, es uno de los mayores valores del género humano. Su práctica marca a tradiciones espirituales como el cristianismo y el budismo, y se constituye en una virtud a imitar y un ejemplo. Desgraciadamente, como muchos otros preceptos valiosos, a la hora de poner en práctica aquello de que “obras sin amores y no b buenas razones”, suele caer en el olvido por parte de los miembros de estas y otras greyes religiosas.
Muestra de ello es lo que está ocurriendo actualmente en México, a raíz del ingreso de algunos miles de migrantes centroamericanos que emprendieron la diáspora desde sus países de origen.
Aquí, entre quienes nos preciamos de formar parte de la sociedad más solidaria de la Tierra, comienzan a menudear deleznables expresiones de racismo y xenofobia hacia estos hermanos en desgracia.
Tanto en las redes sociales como en las poblaciones por la que ha pasado en su camino la caravana que atraviesa nuestro país rumbo a Estados Unidos con la ilusión de sortear la intransigencia y los obstáculos físicos que intentan coartar la libertad innata que tienen de desplazarse en busca de nuevos horizontes cuando la violencia, el hambre y el desamparo no les dejan otra salida que abandonar el terreno seguro, la veneración de sus viejos, sus querencias y sus antojos; el cobijo de aquella patria por la cual —como dijo José Emilio Pacheco en su Alta Traición—, daríamos la vida: por esos “diez lugares, cierta gente, puertos, bosques de pinos, fortalezas (…) varias figuras de su historia, montañas —y tres o cuatro ríos”.
La idea de formar una caravana de migrantes, que avanzara en grupo hacia su destino, surgió como una forma de protección a personas vulnerables y de rechazo a la violencia que generalmente enfrentan quienes atraviesan nuestro país de paso hacia otras latitudes; de establecer una coraza que protegiera a hombres, mujeres y niños de ladrones, violadores, asesinos y criminales de toda laya que han visto y ven a quienes así avanzan como presas desvalidas a las que invariablemente pueden expoliar y violentar sin consecuencia alguna.
La inmensa mayoría de los mexicanos provenimos de familias que migraron hace una o dos generaciones hacia la capital, y muchos otros hemos sido migrantes, temporal o permanentemente, en sentido inverso. Todos los que hemos estado en tal condición, en mayor o menor medida, hemos sentido el rechazo de quienes no ven con buenos ojos la llegada de extraños a sus “dominios”, y nos hemos quejado de ello. Sin embargo, tenemos muy flaca memoria para lo que nos molesta y parecemos prestos a repetir la experiencia desagradable hacia quienes, debido a razones por demás justificadas, abandonan sus lugares de origen impulsados por el deseo de demostrar que, a través de su esfuerzo, pueden salir adelante y lograr una vida mejor para ellos y sus familias, siempre que se les brinde la oportunidad de hacerlo.
Hasta ahora, los gobernadores de los estados por donde han pasado los migrantes, les han brindado apoyo para atravesar su territorio en vehículos de todo tipo, pero generalmente no les han dado posada y alimento más que mpor algunas horas y los han abandonado a su suerte en la frontera de la siguiente entidad federativa, donde la experiencia se ha repetido.
El grupo de personas que literalmente ha huido de su patria y que actualmente está llegando a nuestra frontera norte, espera un milagro para seguir su paso hacia Estados Unidos, para reunirse con sus familiares que viven ahí, con o sin documentos. Por lo pronto, su estancia en este punto de la geografía nacional se rodea de señales ominosas, como la agresión a que los someten algunos pobladores de la exclusiva zona residencial de Playas de Tijuana y las barreras físicas que está desplegando el gobierno de Donald Trump en los principales lugares de cruce.
La multitud que comienza a llegar a la frontera de Baja California se encuentra en una situación que difícilmente podría ser peor: en México, los migrantes son repudiados por personas que llegaron, principalmente a Tijuana, con el mismo propósito que ellos: cruzar hacia el país vecino en busca de mejores oportunidades. Pero su desmemoria los mueve a rechazar lo diverso y a repudiar a quienes ven como inferiores por la condición de desventaja y debilidad en que se encuentran.
Afortunadamente para las personas que enfrentan esta situación, todo parece indicar que, debido a las gestiones de organizaciones humanitarias, podrán tener acceso a trabajo y a una vida digna en Canadá. La oferta tendrá aún que concretarse. En tanto, tenemos que brindarles el apoyo y la solidaridad que merecen.