Javier Peñalosa Castro
El próximo sábado primero de diciembre habrá de consumarse el cambio de régimen por el que se pronunciaron más de 30 millones de mexicanos en las urnas, y es esperado con ansias por muchos millones más. Como si aún estuvieran en curso las campañas electorales, durante las últimas semanas han menudeado críticas y ataques contra quien, en breve, será el presidente de todos los mexicanos.
Los mismos que han denostado a Andrés Manuel López Obrador durante más de 10 años insisten lo mismo en atribuirle, lo mismo el “nerviosismo” de los mercados financieros que en criticar la invitación, para que acudan a la ceremonia de toma de posesión del tabasqueño, a personajes variopintos, como el inefable Nicolás Maduro, de Venezuela, pero también el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence y otros mandatarios. Quienes critican a López Obrador se caracterizan por su flaca memoria para recordar que el mismísimo Hugo Chávez, a quien esta caterva de conservadores ve como si se tratase del demonio, estuvo presente en la toma de posesión de Vicente Fox, sin que compartieran algo más que el tono populachero de sus discursos.
Por supuesto, este grupo no han cejado en su empeño de propalar fake news como la de que, con la gran mayoría que alcanzó en el Congreso, López Obrador terminará por ceder al canto de las sirenas reeleccionistas y se perpetuará en el poder, por más que aclare, una y otra vez, que no tiene la más remota intención de reelegirse, pues con seis años de buen gobierno es suficiente para enderezar el rumbo del país. Sordos a tales razonamientos, sus detractores machacan hasta la náusea que —como la música de aquella mítica seis veinte— AMLO llegó para quedarse.
En estos días también se multiplican las voces que culpan al presidente electo de la caída del precio de las acciones mineras en la Bolsa, muy probablemente porque se prevé el fin de la entrega incondicional de las riquezas del subsuelo de México a uno cuantos vivales, entre quienes destaca —como el más notorio y voraz— el dueño de Grupo México: ese oscuro personaje que responde al nombre de Germán Larrea, quien ha visto crecer su fortuna hasta ubicarse entre las mayores del mundo, a costa de la vida de quienes trabajan en sus minas —como ocurrió en Pasta de Conchos, Coahuila— del medio ambiente — en Cananea y otras explotaciones— y del bienestar de sus empleados en minas, ferrocarriles y autopistas.
A diferencia de los Baillères, que tienen tres generaciones en el negocio, Larrea hizo fortuna y medró gracias al padrinazgo de políticos corruptos que han hecho la vista gorda ante sus trapacerías y han contribuido a que escale peldaños en la clasificación de los nuevos ricos.
Además de Larrea, durante los tres últimos sexenios, y con especial énfasis durante la “docena trágica” que nos dejaron los gobiernos del Alto Vacío Fox y del mínimo Felipe Calderón, mineras extranjeras, y en especial las canadienses, se han apropiado de la riqueza —que corresponde a todos— a ciencia y paciencia de quienes los beneficiaron con concesiones abusivas que les han permitido sacar metales preciosos y otros minerales del subsuelo, y a cambio de ello no pagan los impuestos que debieran cubrir, no reinvierten las ganancias y tampoco pagan impuestos ni salarios justos a sus empleados. Es por demás explicable que los dueños de estos negocios estén dispuestos a recurrir a cualquier forma de chantaje, a manipular los precios de sus acciones y todo los que haga falta con tal de no perder ninguno de sus privilegios.
El negocio minero llegó a ser tan bueno, que empresarios dedicados a rubros como la televisión han buscado incursionar en él, pero se han topado con comunidades originarias de los sitios en los que han buscado operar que defienden a sangre y fuego su herencia cultural y sus recursos naturales, y por ende se oponen a barbaridades como las minas a cielo abierto y las llamadas presas de jales, que son los depósitos de desechos que se van acumulando durante años y que definitivamente contaminan el aire, el agua y el suelo en los sitios en que tienen sus operaciones.
También los gobernadores —en especial los panistas y el de Jalisco, que más tardó en ser postulado para el cargo por Movimiento Ciudadano que en dar la espalda a esa agrupación— están defendiendo con uñas y dientes su condición de virreyes, que supone, por supuesto, el uso caprichoso y dispendioso de los recursos públicos que los ha caracterizado durante muchos decenios. Ellos también darán una lucha a muerte por conservar el poder y el acceso indiscriminado, tanto a los recursos de las participaciones federales como a los que genera el erario local.
Otro de los aspectos que parece haber despertado enorme molestia entre los poderosos es el hecho de que se otorgue perdón a los corruptos, sin reparar en que, lo verdaderamente importante será no dejar que nos vuelvan a saquear y que, de aquí en adelante, las cuentas sean claras y las oportunidades de trabajo y de negocio, parejas.
Por lo pronto, habrá que esperar a que arranque —y se encarrere— el nuevo gobierno para exigirle resultados.