* Hay decisiones que conciernen a la vida… y a la muerte; éstas son las que transforman el carácter del gobernante, para bien y para mal, cuando se trata de servir a la sociedad y nunca servirse de ella
Gregorio Ortega Molina
Carlos Salinas de Gortari supo lo que debió hacer para que los mexicanos fuésemos diferentes -cambiamos, se ha vuelto un país de cínicos- y nos encamináramos a paso de vencedores al Primer Mundo ofertado por él, pero no lo hizo.
¿Lo tuvo claro? Naturalmente, lo demuestra Fernando Solana Olivares en su libro El laberinto de cristal. ¿Por qué no emprendió esa tarea? ¿Qué lo contuvo? ¿Incapacidad para articular un proyecto ideológico que sustituyera a un programa económico? Sólo él sabe la respuesta, pero lo cierto es que se dirigió sin titubeos a su suicidio político. Conserva el poder que le confiere una inmensa fortuna, pero dista mucho de influir en el ser del mexicano, aunque tuvo cerca a los que pudieron, con ingenio y sagacidad, construir ese andamiaje conceptual para inocularlo en sus gobernados.
En cuanto a AMLO, él mismo estableció sus límites: “soy líder de un movimiento social”. Lo ha reiterado en innumerables ocasiones. Pero, ¿dónde la articulación de un proyecto ideológico que sea sustento para fundar la IV República? La ambición es legítima, tanto como esa idea sobre la restauración que acaricia, con más fruición y empeño que la reforma del Estado y el desarrollo conceptual y programático de lo que debe ser la regeneración nacional.
Es Luis A. Arocena quien nos da la clave de las carencias de nuestros gobernantes: “Para Maquiavelo, con todo, resulta evidente que no es sólo el ímpetu o fuerza de voluntad lo que puede asegurar la eficacia de la acción del hombre en la historia. Él suele emplear la palabra virtú para indicar todo aquel complejo de aptitudes que permiten a ciertos hombres destacarse sobre la mediocridad general e imponer a las cosas el rumbo por ellos decidido. La virtú maquiavélica nada tiene que ver, desde luego, con la virtud cristiana, y sólo algo con las implicaciones del concepto clásico. No se trata aquí de mera fortaleza de ánimo, ni de capacidad para vivir conforme a determinados principios morales, ni puede definírsele como lo contrario”.
Servir al Estado exige tanto o más que obedecer los preceptos religiosos o subordinarse a la fe en la deidad. Demanda una enorme y pesada flexibilidad en la conciencia y en la moral, que va más allá de la justificación católica con el término guerra justa.
Hay decisiones que conciernen a la vida… y a la muerte, y éstas son las que transforman el carácter del gobernante, para bien y para mal, cuando se trata de servir a la sociedad y nunca servirse de ella.
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