Luis Alberto García / Moscú
- Mijaíl Gorbachov renunció el 25 de diciembre de 1991.
- Dudas razonables sobre el presidente de la “perestroika”.
- De familia campesina, se impuso a la gerontocracia burocrática.
- La Nueva Rusia nació en medio de la incertidumbre.
- Una amarga Navidad dio paso a un periodo caótico.
- Borís Yeltsin paró un golpe de Estado y fue el líder de la ex URSS.
El 25 de diciembre de 1991, Mijaíl Gorbachov, considerado el gran
reformador de la Rusia comunista, vivía sus últimas horas en el Kremlin al
llegar a su fin el régimen que, desde
1917, había desempeñado un papel clave en la historia del siglo XX: el sistema
económico y político impuesto por los bolcheviques desaparecía; pero dejó una secuela
que no sería posible soslayar en lo inmediato.
Atrás quedaba –“definitivamente”, decían
los politólogos y especialistas- la falta de libertades políticas, económicas,
culturales y de movimiento, y continuaba el cada vez más difícil tránsito, que había
comenzado seis años antes con Mijaíl Gorbachov, hacia un futuro basado en un
sistema que aspiraba, pretendía y quería ser democrático.
Cuando Gorbachov se convirtió en secretario
general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y dirigente máximo
del país en marzo de 1985, la comunidad internacional, sus dirigentes y
observadores presagiaron el advenimiento de una nueva era, en una inmensidad
geográfica que había sido gobernada por dictadores absolutos y burócratas
inmovilistas desde el triunfo de la Revolución bolchevique.
Existían dudas razonables: ¿Gorbachov,
nacido en Privolnoye en 1931 en el seno de una familia campesina, representaba
o no un rompimiento con el pasado? ¿Acaso sería él, el joven que participó en
numerosos cargos en el PCUS hasta llegar al Politburó en 1980, quien abriría el
camino a las libertades, augurando además una posible distensión en el ámbito
internacional?
Su éxito político se debió, sin duda, a su
inteligencia, ambición y buena relación con los poderosos líderes del pasado,
destacadamente Yuri Andrópov, cuyas conflictivas y sinuosas liturgias
burocráticas, protocolos y códigos no escritos, Gorbachov se encargó de ir
desmantelando uno a uno.
Habló con decisión de los problemas
nacionales, como la ineficiencia industrial, la agricultura atrasada, el
estancamiento de los programas espaciales –recuérdese que la Unión Soviética
puso en órbita a Yuri Gagarin, primer cosmonauta de la historia- y la
preocupación por imponer planes contra el alcoholismo, la secular afición tan
propia de la naturaleza y temperamento rusos.
Abordó resueltamente el casi irresoluble
conflicto del control de las armas nucleares y convencionales entre las grandes
potencias, factor que el líder presentó como una de las prioridades del género
humano, una cuestión gratificante desde que asumió el mando, el 11 de marzo de 1985, a la muerte de Konstantin
Chernenko.
Ese día –escribieron con optimismo
especialistas y sovietólogos- empezarían
a soplar vientos de cambio en los corredores silenciosos del Kremlin, centro,
político, corazón y cerebro de la Unión Soviética, cuyos jefes se habían
reunido para dar a conocer el nombre de quien sucedería al Chernenko.
Se trataba de un joven de 54 años de edad,
quien rompió con la gerontocracia pretérita, y por primera vez en decenios, la
nación de los sóviets tenía al timón y al mando a un personaje brillante y
enérgico, para muchos un visionario con una mancha morada en la frente, símbolo
de “algo”, según los seguidores de la quiromancia, creyentes aún de los poderes
del charlatán Grigori Rasputin, brujo de cabecera de los últimos integrantes de
la dinastía Románov.
Se esperaba el arribo de otro anciano como
Chernenko y sus antecesores, puesto que la ciudadanía se había acostumbrado a
ser gobernada por estadistas añosos que, de 1964 y 1980, tuvieron una edad
promedio de entre 55 y 66 años, reflejando la renuncia de la generación mayor
de los lideres a permitir que sus camaradas tomaran el poder; pero la elección
de Gorbachov marcaba un tiempo nuevo.
Hubo quienes pensaron que Mijaíl Gorbachov
solamente representaba un cambio de envoltura para la septuagenaria y rancia
ideología del pasado; pero coincidieron en que, más que ningún otro dirigente
soviético en la historia contemporánea, llegaba al mundo la esperanza de unas
mejores relaciones, llevando a la titánica nación a una renovada energía en
todos los órdenes.
En abril de ese año, un mes después de
asumir sus responsabilidades, se vio más claramente que Gorbachov era
diferente, con un presente personificado en su talento, quien hizo algo que
nunca hubieron efectuado sus predecesores: salió del Kremlin a la Plaza Roja,
iniciando ahí una gira por Moscú para dialogar con sus compatriotas, como lo
documentaron las fotografías y los textos publicados por “Pravda” e “Izvestia”.
El vigor, la sencillez y su disposición
para conversar le hicieron ver más como un amigo, que como un político
adocenado, demostrando que no tenía temor alguno en salir a las calles a
reunirse con quien se acercara a él, como también ocurriría en Leningrado –que
en poco tiempo volvería a ser San Petersburgo-, con un presidente confiado,
sonriente y seguro de sí mismo.
Sin embargo, el costo social, político y
económico, significaba un cambio enorme y complejo, debido a aquéllo que se
denominaría “capitalismo salvaje”, que inmisericordemente golpearía a un pueblo
acostumbrado a la estabilidad laboral; pero abriendo también las puertas a
iniciativas individuales y permitiendo a los rusos gozar de algunas libertades
que no habían tenido.
En esos días históricos hubo fiesta en
Occidente; pero no en Rusia porque Gorbachov se dirigió a la población de un
país que, en la realidad, prácticamente empezaba a morir: la Unión Soviética
dejaría de serlo en poco tiempo, hasta que anunció su renuncia en diciembre de
1991.
En su discurso de despedida, explicó que,
aunque había apoyado siempre la soberanía de las repúblicas soviéticas, también
había sido un firme partidario de la unidad del Estado; pero los
acontecimientos habían tomado otro rumbo, hundiéndose el país en una
incertidumbre que alcanzaría los últimos días, semanas y meses del siglo XX.
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