* El juicio de la historia a los hombres de poder resultará implacable. Serán medidos por su propia lealtad hacia ellos mismos y hacia los gobernados
Gregorio Ortega Molina
El 9 de febrero se honró -en ceremonia oficial- la marcha de la lealtad, pero ¿qué significa hoy en política y en términos de poder, esa palabra? De inmediato es preciso señalar que corre en ambos sentidos: el que la recibe de parte de sus gobernados también ha de ser leal con el mandato constitucional y con México.
En una reunión con José Francisco Ruiz Massieu, él me indicó que lo que era apreciado como una virtud en el oficio de mandar, en 1994 ya no lo era. Y así les fue, se quebraron todos los compromisos, se dejaron de honrar las complicidades, se hicieron a un lado los afectos y campeó la traición que hizo posibles los crímenes políticos determinantes en el fin del salinato y su doctrina económica.
Habría que revisar la trayectoria de muchos de los actores políticos, de casi todos los líderes sindicales, de jueces, magistrados y ministros…, imposible confundir el servicio al Estado -que no a los gobiernos bajo los cuales se trabaja- con el ejercicio de la traición para hacerse con una o varias parcelas de poder. La lealtad deriva de la convicción, de la ética civil, del compromiso afectivo, de cierta complicidad moral, porque hermana a los que no son hermanos.
¿Qué nos dejó la última conmemoración de la Marcha de la Lealtad? ¿Transformó nuestra percepción sobre la 4T y garantiza el optimismo sobre el cambio?
¿Abre nuevas maneras de oficiar el poder y mandar desde el gobierno supremo? Por el momento hay más interrogantes que respuestas, la realidad sólo será percibida al momento del término legal y constitucional, porque, repito, ser leales corre en ambos sentidos: se da y se recibe eso que contiene a los traidores en los linderos del engaño. ¿Cuál engaño?, me dirán…
Curiosamente el mero día de la conmemoración de la Marcha de la Lealtad, Henning Mankell me obsequió -a través de Harriet, el personaje de Zapatos italianos- lo siguiente: “A uno le hacen promesas sin cesar. Nos hacemos promesas a nosotros mismos. Escuchamos las promesas de los demás. Los políticos nos hablan de una vida mejor para los que envejecen, de una sanidad donde nadie sufra la espera. Los bancos nos prometen mejores intereses, los alimentos nos prometen mejor línea y las cremas nos garantizan una vejez con menos arrugas. La vida consiste en navegar en nuestra pequeña embarcación, cruzando un mar de promesas siempre cambiantes pero inagotables. Olvidamos lo que queremos recordar y solemos recordar aquello de lo que más deseamos librarnos”.
El juicio de la historia a los hombres de poder resultará implacable. Serán medidos por su propia lealtad hacia ellos mismos y hacia los gobernados.
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