Jorge Miguel Ramírez Pérez
Si usted cree que los cárteles delincuenciales están integrados solamente por pelafustanes, se equivoca; los cárteles fuertes son otra cosa, son la llamada delincuencia de cuello blanco porque se supone que sus operadores tienen modales y vestimentas mas cercanos a la imagen de ejecutivos y de la alta burocracia. Los lavadores de dinero son la variante conocida y hasta frívola de esa especie de maleantes, que usan el cerebro y los conocimientos de técnicas jurídicas, para enredar cuentas y flujos que desaparecen de los ojos de la transparencia, que se pide en los negocios públicos y privados.
La apariencia es la principal arma de los depredadores de cuello blanco, una imagen de solvencia, un discurso que parece real contra los procedimientos deshonestos y por supuesto, la desfachatez de hacerse tontos para dejar que las sospechas se pierdan en el descuido y el tiempo perdido, pueda dar lugar a una justicia presionada para hacer lo menos en la materia.
En el gobierno, los cárteles que se apoderan de las estructuras de fiscalización, es decir de la responsabilidad de cuidar los bienes del gobierno; se asumen como bandas que adoptan el perfil de Godinez cuya norma de presentación es inclinar la cerviz a todos los superiores y asentir sin chistar, incluso festejar las inmundicias que los jefes espetan, aguardando un reconocimiento a la picardía. Son burócratas falsos, disfrazados de servidores públicos, que en la realidad hacen de cómplices. Son expertos en el cobro de piso en las oficinas de gobierno y están a la vez dispuestos a borrar las huellas de los crímenes contra el patrimonio del Estado.
Ese es el caso del Órgano de Fiscalización Superior del Estado Veracruz, el ORFIS un organismo diseñado como dizque “autónomo”, para quitarle control al pueblo veracruzano en la vigilancia de su dinero; a sus representantes, es decir al Congreso. El argumento malicioso era despolitizar la fiscalización, de modo que hicieron un monstruo sin control, independiente; sin contrapesos, su única liga con la institucionalidad era el paso del nombramiento del titular por parte del legislativo; a partir de eso, ningún control.
Se fue al caño la doctrina que es el pueblo, solo el pueblo mediante su Congreso el que determina los ingresos, los egresos, su destino y su… ¡vigilancia!
Con el ORFIS se pudieron atraer y aislar los atracos al gobierno; aparentar procesos enredados para que los transgresores se arreglaran con esa gestapo autóctona; y así, aflojar la mayor parte de lo hurtado mediante el episodio conocido en el argot del bajo mundo burocrático, como “vómito negro”; acto seguido asignarle un despacho externo, de los “cuates” pagado con recursos presupuestarios, más lo que le unte el empleado defraudador; para, dicen: “se investigue a fondo”, de lo que resulta una devolución oficial ínfima del atraco y la solventación de todo el proceso.
Los contralores del ORFIS y sus despachos son todos unos limpiadores profesionales de cadáveres de la corrupción, como en la película Pulp Fiction de Tarantino. No dejan rastro aparente.
Ahora Lorenzo Portilla en vísperas de su salida en septiembre de este año, el cacique de la banda quiere reelegirse, ¡otros siete años de salación, hágame el favor!
En sus sueños de poder, Portilla propuesto por gente muy cercana a Duarte y sostenido tras bambalinas por un incondicional de Yunes; se dice apoyado por la gente de Cuitláhuac García, a quien en corto, se comenta, servirá para solventar lo que se presente; ha formado una bloque de intereses que pasan por las cabezas de la Comisión Anticorrupción y la Contraloría con los que han acordado una polla de despachos que serán bautizados por una nueva y apócrifa asociación de contadores a modo, para que en común y previo acuerdo, sea esa simulación la que cubra lo que pueda ocurrir.
El ORFIS inútil, enorme y caro órgano de simuladores no ven ni auditan lo que no les conviene. Basta una investigación superficial para confirmarlo.
Porque Portilla debió ser un funcionario con proyección y no lo fue. No ha habido en la historia no solo de Veracruz, sino de México, una oportunidad tan grande como él la tuvo, para lograr procesar efectivamente a los más sobresalientes ladrones y criminales del sector público. De hecho no hizo nada para detener el tamaño de la afectación irreversible al Estado.
Portilla es un mal funcionario que ahora se les voltea a los que lo cobijaron. Y como si hubiera llegado esta semana; denuncia daños patrimoniales por más de 33 mil millones de pesos durante su ejercicio como fiscalizador, se ve que no hizo nada; eso, sin contar los 4 mil millones que se comprometió él personalmente en el 2014 a devolver a la Auditoria Superior de la Federación, lo que tampoco hicieron ni él ni sus cómplices.
Ni siquiera se atrevió Portilla a denunciar en su momento el robo de los recursos al SAT por más de 17 mil millones, que le “pasaron de noche” y para todo, propone a sus despachos, para que el gobierno gaste en más de 1,500 auditoría inútiles. Porque el dinero que cuenta no aparece, sino minucias.