Por Aurelio Contreras Moreno
De unos años a la fecha, la polarización social creada por las diferencias políticas y las confrontaciones partidistas por el poder han dañado severamente la convivencia entre los mexicanos.
Neologismos con ánimo peyorativo como “chairo” o “prianista” se han incorporado no solo a la jerga del debate político, sino que han invadido el espacio de lo privado, el de las conversaciones diarias, en persona o a través de las redes sociales, siendo estas últimas el espacio donde se ha potenciado la agresividad y se ha construido un discurso de violencia verbal cuyo objetivo es descalificar a quien piensa diferente en cualquier sentido, al grado de buscar evitar que exprese con libertad sus puntos de vista.
A esta “moda” se ha sumado la recuperación de términos en desuso, como “fifí”, y especialmente la separación maniquea de la sociedad entre “conservadores” y (supuestos) “liberales”, como sinónimos de “malo” y “bueno”, de “corrupto” y “honesto”, de “aceptable” y “deleznable”.
¿De verdad la sociedad mexicana en su conjunto se ve de esta manera? Más allá de la guerra de suciedad que se libra en las redes sociales, ¿los mexicanos nos creemos esta división que se nos impone desde la coyuntura de los intereses políticos? ¿Que por apoyar un político o a otro, a un partido o a otro, a una idea o a la que se le contrapone, se es mejor o peor persona?
Los políticos apuestan a que sí lo creamos. Por eso todos los días nos machacan con la misma cantaleta de la confrontación, de la ridiculización del otro, de la búsqueda de enemigos y, en medio de sus conflictos y de su lucha por acceder o mantener el poder, incitan a la población a adoptar como suyas guerras que no le corresponden, que las más de las veces no le implican beneficio real alguno, pero que sí fracturan sus relaciones con amigos, vecinos, compañeros y hasta con sus mismos familiares.
Que si marchabas contra el anterior gobierno federal eras un “chairo huevón” o un “pejezombie”; que si protestas contra el actual eres “fifí”, “conservador” y “corrupto”. La banalización de la manera como nos referimos a las causas que cada quien defiende por las razones que sean, nos deja en estado de indefensión como comunidad ante una clase política que mientras en público se ataca con todo, en privado llega a acuerdos inconfesables que, por supuesto, ni de broma le dan a conocer a sus simpatizantes, que juran que sus “líderes” sí son “honestos” o tienen las verdaderas “soluciones” a los problemas. Sin importar en qué esquina de cualquiera de las posturas partidistas se ubiquen. Hay los que incluso, las recorren todas, una por una.
Esta caricaturización de la sociedad está llegando al extremo de intentar segregarla, de manera por demás racista, entre personas de piel morena y blanca. Y si bien en México siempre ha existido el racismo, nunca se llegó a extremos como los de países como los Estados Unidos. Nunca ha sido ese discurso una pieza fundamental de nuestra concepción como nación, si bien ello no ha impedido tampoco una injustificable exclusión de los pueblos indígenas del desarrollo. Condición que tampoco se va revertir, dicho sea de paso, pidiendo a gobiernos extranjeros que pidan disculpas por hechos del pasado, sin atender justamente el presente.
En México se levanta un falso muro, en el que se intenta negar la legitimidad de la pluralidad de pensamiento y cuyos cimientos son resentimientos y odios particulares, promovidos por una casta política en la que, en realidad, todos son lo mismo. Aunque nos quieran hacer creer lo contrario.
Allá quien se las compre.
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