CUENTO
El coche con placas de Beverly Hills se detuvo. Ella preguntó al chofer: “¿Cuánto le debo?” El otro le respondió: “Son ciento sesenta dólares”. Metiendo su mano en la cartera, la mujer sacó dos billetes. Al entregárselo al conductor, le dijo:
“Tenga. Guarde el cambio”. El chofer miró los billetes. Eran de a cien cada uno. “No lo puedo creer”, pareció decir, abriendo mucho sus ojos.
La mujer se bajó del coche, de la misma manera como lo era toda su persona: muy elegante. El chofer, haciendo a un lado su cabeza, a través de la ventana, la vio caminar. “¡¿Qué rayos ha venido a hacer a un lugar como éste?!”, quiso saber.
Luego, arrancando su vehículo, trató de olvidarla. “¿No quiere que la espere?”, gritó, mientras ella se alejaba. La mujer, sin voltearlo a ver, alzando una de sus manos, le indicó que no. “Este lugar luce muy abandonado. Podría ser muy peligroso”, dijo el taxista, antes de poner en marcha su vehículo. “Por favor, ¡tenga cuidado!” –La mujer rió al escucharlo. “Pobre hombre”, pensó. “Si tan solo supiese…”
“Como te extraño”, dijo la mujer, moviendo apenas sus labios. Nada parecía haber cambiado mucho desde entonces. Algunas letras aún se podían ver claramente. La A, por ejemplo, seguía siendo tan visible como si la háyanse pintado ayer. La “S” en cambio, no había corrido con la misma suerte; solamente la mitad de ella podía verse ahora. “Como ha pasado el tiempo”. La mujer elegante hablaba consigo misma, mientras sus dedos iban palpando la gruesa capa de polvo acumulada durante años sobre aquella superficie de cemento. “¡Cuánto te extraño!” Su dedo dibujaba ahora de manera imaginaria las letras donde un día su hermano había pintado su nombre: “Joy” Contemplando todo este lugar, ella se puso a recordar su niñez.
-Vamos, ¡corre más rápido! –Sadness y Joy, su hermano, como todas las mañanas, habían salido de su refugio para buscar comida. El viento soplaba muy fuerte. Las hojas de los árboles, al ser levantadas del suelo, formaban pequeños remolinos. El trafico a esa hora del día, las diez, se encontraba muy denso. Parado sobre el paso peatonal, esperando para que el semáforo se pusiera en rojo, Joy el mago se sentía muy inquieto. “Tienes que verlo, ¡tienes que verlo!”, decía y repetía, mientras sujetaba fuertemente la mano de su hermanita.
Su hermanita, una niña rubia y de ojos azules, lo miraba, sin dejar de chupar su paleta. “¡Ahora!”, dijo Joy. Y los dos atravesaron corriendo la carretera. Al llegar a la otra orilla, le soltó su mano. La niña, mirándolo como siempre solía hacerlo, con una mezcla de admiración y respeto, le preguntó: “¿Qué truco tienes hoy para enseñarme?” El niño, sintiéndose más grande de lo que era, le respondió: “Ya lo verás. ¡Espera a que comamos! Después te lo mostraré”.
Joy y su hermana siempre acostumbraban comer en el mismo lugar: McDonald´s. Él, como el mayor que era, siempre tenía que ingeniárselas para conseguir dinero y así poder alimentarla. Ese día Joy se sentía muy contento, ya que en su bolsa traía dinero suficiente como hasta para poder comprarle a Sadness su postre favorito: un ice-cream cone de vainilla.
-¿Estás contenta? –le preguntó, mientras la veía saborear su helado. Sadness, para no interrumpir su sabrosa labor, moviendo su cabecita de arriba hacia abajo, emitió un “ajá”. -¿Quieres ver mi truco? –preguntó Joy. Su hermanita, que ahora se relamía los dedos, enseguida respondió: “Sí, ¡Sí quiero!” El niño, levantándose de su silla, se puso a hacerla de emoción.
Esa vez su truco de magia había consistido en hacer aparecer de entre sus ropas un pequeño frasco de plástico de color amarillo. Su hermanita, al verlo, rápidamente se había puesto a aplaudirlo: “¡Bravo!” “Ah, pero esto no es todo”, dijo Joy. Metiendo otra vez su mano dentro de su camisa, se puso a imitar los movimientos de los magos. Revolviendo un poco aquí y allá, le preguntó a la audiencia imaginaria: “¿Están listos?” La niña, captando el juego, le siguió la corriente. Fingiendo ser un montón de personas, le respondió que sí. “¡¿Están listos?!”, preguntó otra vez el mago. Y su audiencia le respondió un extenso “Siiiiiií…” Joy entonces, lentamente, empezó a sacar su mano. “¡Mírenlo!”, dijo después, mientras exhibía el objeto: una pequeña brocha para pintar.
El pasado de estos dos niños era muy oscuro. Joy, a pesar de conocerlo un poco, siempre se lo había mantenido como un secreto a su hermana. Porque pensaba y creía de que si ella llegaba a saberlo, entonces se enfermaría. Y esto era lo que él menos quería. Sadness, a pesar del significado de su nombre, era una niña muy alegre y rebosante de vida. Joy, por el contrario, a veces llegaba a ponerse muy triste; sobre todo en las noches, cuando, de manera inevitable, su mente lo arrastraba hacia un montón de preguntas.
Empezaba a oscurecer, cuando Joy le dijo a su hermana: “Será mejor que nos vayamos. Mañana a primera hora cuando te despiertes, empezaré con tus lecciones.” “Oye”, dijo la niña, cuando se encontraban ya a la mitad del camino. “¿A qué lecciones te refieres?” “Ya lo verás”, respondió su hermano. “Será muy divertido. Juro por el Golden Gate que así será.
“¡Cómo me gustaría algún día ir a conocerlo!”, exclamó la niña. “¡Y para qué! –bromeó el niño-, si el nuestro no tiene nada que envidiarle”. “¡Nuestro puente es el más hermoso de todo el mundo!”
A la mañana siguiente, como su hermano había dicho, Sadness empezó a recibir su primera lección. Joy, después de sacar de la bolsa de lona el botecito que había usado para su truco de magia, lo abrió. Buscando nuevamente dentro de la bolsa, al extraer la brochita, dijo: “Listo. Que comience la clase”. A continuación, se acercó a la pared y, de manera cuidadosa, empezó a pintar la primera letra del abecedario. Cuando hubo terminado, se puso a decir:
“Esta es la A, y esta es la B”. “¿Quieres repetir junto conmigo?” Y la niña asentía. Después de un rato, notando que Sadness era muy rápida aprendiendo, Joy le dijo: “Bien. Ahora te enseñaré lo más fácil: ¡cómo leer palabras enteras!” “¡Eso en verdad será muy divertido!” Su hermanita le sonrió, con esa sonrisa que fácilmente podía derretir el hielo.
De regreso al presente, la mujer elegante se limpió las lágrimas en un pañuelo de seda. “La vida sin ti…”, musitó, sin dejar de pasar sus dedos sobre los restos de pintura que habían conformado aquellas letras. “La vida sin ti jamás ha vuelto a ser tan divertida.” “Oh, Joy, ¡cuánto no te he extrañado!”
Sadness, a pesar de los muchos años de terapia, jamás había podido borrar de su mente aquella escena. Esa mañana, la vida como siempre la había conocido, se tornó en algo muy distinto. Ella solamente tenía siete años, y su hermano, nueve. Joy, hasta donde ella podía recordar, siempre la había cuidado mucho. Y ahora él estaba muerto.
“No ha habido ni un solo día en el que no haya pensado en ti, hermano”, dijo Sadness. Y sin poder evitarlo más tiempo, empezó a recordar esa mañana. Ella aún dormía debajo de aquel puente, cuando entonces los ruidos de las patrullas a lo lejos la hicieron despertarse un poco. Apartando su cuerpo del pedazo de cartón que le servía como cobija, había alzado su cabecita para comprobar si su hermano estaba allí. Al no verlo, se le hizo extraño. Joy nunca abandonaba el refugio sin avisarle. Sadness habría querido levantarse para buscarlo en las cercanías, pero Joy siempre le había dicho: “Si alguna vez te despiertas y no me ves aquí, de ninguna manera vayas a levantarte…”
Algunas veces, en las madrugadas, al empezar a sentir mucha hambre, el niño se veía en la necesidad de levantarse e ir hasta el lugar más cercano. Al llegar a una tienda de café y donas, que funcionaba toda la noche, se guardaba donde nadie pudiese verlo; y allí se quedaba, mirando, esperando a que alguna de las gentes tirasen sus restos a la basura para después ir a buscarlos.
Joy, que robaba pequeños objetos en las tiendas, nunca se había atrevido a robarles a las personas. Pero ahora, con el hambre que estaba sintiendo, se puso a considerarlo. Desde su escondite, mientras miraba a las personas comer y sonreír, poco a poquito, empezó a sentirse miserable. “Las personas son malas”, recordó decirle a su hermanita. “Nunca les pidas nada, aun si te vieras en la necesidad de hacerlo. Confíe en ti, y todo se solucionará…” Joy de ninguna manera estaba arrepentido de sus palabras…
Instantes después, cuando él se dio cuenta, ya estaba corriendo a toda velocidad. Le había robado la cartera a un señor.
Joy había escogido a esta persona, precisamente porque sus manos sujetaban dos vasos de café. La víctima se encontraba saliendo del lugar, cuando entonces el niño salió de su escondite. “¡Ahora!”, se había dicho. Actuando lo más rápido posible, corrió hacia su objetivo, metió su mano en la bolsa trasera de su pantalón, para enseguida darse a la fuga.
“Corre Joy, ¡corre!”, se empezó a repetir mentalmente el ladrón. Aquel señor, al darse cuenta de lo ocurrido, automáticamente se había puesto a gritar: “Me han robado la cartera, ¡me la han robado…! Una persona que se encontraba cerca, sacando su teléfono, llamó a la policía. Joy mientras tanto seguía huyendo. Pero después de un rato, para su mala suerte, empezó a escuchar el ulular de las sirenas. Aun así él no dejó de correr; para no desfallecer y para enfundarse energías, seguía repitiéndose: “Corre Joy, ¡corre!”
Los primeros rayos del sol empezaban a iluminar la ciudad de Thousand Oaks, una pequeña localidad situada a casi dos horas de Los Ángeles, California. El niño, con su corazón latiéndole a toda prisa, pensaba en su hermanita. El cansancio de sus piernas había empezado a torturarlo. Sentía que ya no podía correr más. “¿En qué lío te has metido, Joy?”, se preguntó, cuando finalmente llegaba a su refugio.
Sadness, ahora mujer sofisticada y exitosa, dando pasos muy cortos, se acercó al lugar donde su hermano había pronunciado sus últimas palabras. Al agacharse, empezó a pasar sus dedos sobre este espacio. Aquí era donde su hermano, después de resbalar desde lo alto del puente, había caído. El ruido de su cuerpo aporreándose contra el asfalto, la había despertado un poco. Sadness, aún medio dormida, alzando su cabecita, había preguntado: “Joy, ¿eres tú?” Creía que su hermano, como algunas veces lo hacía cuando se molestaba, se había subido al puente para arrojar piedras.
Después de levantarse, y después de ponerse sus zapatitos desgastados, la niña quiso averiguar qué era lo que había propiciado aquel ruido. A esa hora de la mañana las cosas no eran fáciles de distinguir. Por lo tanto, Sadness, al ver lo que veía no podía saber qué era. Acercándose entonces más y más hacia el lugar fue que sus ojos por fin lo descubrieron.
Aquello caído era el cuerpo de su hermano.
La cabeza de Joy sangraba, y su boca también. Sadness, hincándose frente a él, se puso a llorar. “Joy, ¡hermano! ¡¿Qué te ha sucedido?!” El niño, abriendo lentamente su boca, le respondió: “Sadness, hermanita. Ha sido mi culpa, ¡sólo mía!.
¡Perdóname!” “No debía, pero… tenía mucha hambre…” “¡JOY!”, dijo la niña. “La ambulancia ya está en camino. ¿Escuchas?” El ruido de las sirenas se escuchaban cerca, más sin embargo Sadness no imaginaba que aquello no era una ambulancia, sino una patrulla de policía. “¡Espero que algún día puedas perdonarme!”, empezó a decir el niño. “Cuando lo sepas todo, espero que puedass entender por qué lo hice…” “Adiós, Sadness”, balbuceó el niño. Y entonces había muerto.
De regreso al presente, Sadness ya no sabía qué hacer. Algunas veces, en su vida actual, llegaba a sentirse perdida. Sus padres adoptivos, que eran millonarios, le habían dado todo lo que su hermano jamás pudo tener. Siempre que ella pensaba en esto, enseguida se empezaba a preguntar el por qué la vida era así. Mientras unos lo tenían todo, otros no tenían nada, igual que ella, cuando siempre había estado junto a su hermano.
Con el trascurrir de los años, Sadness se había convertido en una renombrada ingeniera en tecnologías. En las noches, de regreso a su casa, siempre detenía su auto al cruzar sobre un puente. Entonces se bajaba y, alzando la mirada, empezaba a hablarle a las estrellas. Fingiendo que su hermano era una de ellas, decía: “Joy. Aquí estoy. ¿Puedes verme?” “Soy yo, tu hermanita…” Hacer todo esto, en cierta forma, disminuía un poco su soledad.
Habían dado ya las tres de la tarde, cuando entonces empezó a llover. Sadness nunca vio cuándo es que se había nublado. Corriendo a resguardarse bajo el puente, maldijo el repentino cambio de clima. Parada junto a la pared, la mujer elegante se puso a mirar correr el agua que pasaba cerca de sus pies. Su vestido blanco de Chanel, que le llegaba a los tobillos, le perjudicaba ahora. Un rato después, sus sandalias ya estaban completamente mojadas.
“Joy”, dijo ella. “¿Recuerdas cómo tú y yo solíamos jugar bajo la lluvia?” Allá donde él había muerto se había formado un gran charco. “La vida sin ti nunca ha sido igual…” El agua bajo sus pies había subido. Ahora le mojaba las orillas de su vestido. “Joy, ¡cómo desearía poder tener un artefacto para poder regresarte a la vida!…” Sadness no podía apartar de sí su tristeza. Su mirada iba pasándola por todo este lugar… De repente, asomando su cabeza por encima del puente, gritó:
“¡JOY!” “¡Está lloviendo! ¡VAYAMOS A JUGAR!” Y, como si fuese la niña que alguna vez fue, salió corriendo. La lluvia rápidamente le mojó todo su cuerpo. Al llegar donde su hermano había muerto, se acostó allí, a un lado. Mirando entonces hacia el cielo, con la lluvia recia cayéndole sobre su rostro, se puso a sonreír como hacía ya muchos años que no lo hacía. “JOY –gritó entonces, ¡CÓMO ME DIVIERTO!” Sadness abría y cerraba sus brazos, formando “alitas de ángeles” sobre el agua.
Su vestido blanco, que le había costado más de dos mil dólares, ahora estaba completamente arruinado; ¡pero qué podía esto importarle…!
Horas después, habiéndose ya despedido de su antiguo hogar, teniendo aún húmedo su vestido, mientras el puente iba alejándose de ella, Sadness volvió a decir: “La vida sin ti… hermano…” “La vida sin ti es una carga que no sé cuándo vaya a dejar de llevar sobre de mí…” Lo repitió y lo repitió, hasta que –volteando su mirada una vez más hacia atrás- terminó perdiéndose en la oscuridad de aquella noche.
FIN.
Anthony Smart
Abril/11/2019