* La presencia de la muerte como un suceso normal y cotidiano, en el que no queda espacio para darle su valor moral, puesto que la autoridad del Estado hace mucho dejó de estar presente
Gregorio Ortega Molina
El engaño por la palabra: la promesa cuya realización para beneficiar al México bueno y sabio que lo encumbró, siempre se posterga. Si el PIB del primer trimestre decrece punto dos por ciento, siempre hay tiempo; si el sector salud se desmorona, es una acusación falsa de los enemigos, montada para presionar y obligar Raquel Buenrostro a comprar medicinas a altos precios.
Si se suspendieron los aranceles, protegieron la dignidad. Siempre gana.
La amenaza de la justicia por encima de la ley, como instrumento para castigar la corrupción, a la mafia del poder, al hampa del periodismo, pero ninguna consignación ejemplar, sólo inhabilitación al señero corrupto del peñanietismo. Es un guiri guiri incontenible, un mantra que se salmodia para despertar a los mexicanos, para sustituir al muecín y convocarlos a la oración para lograr un cambio de régimen, un nuevo destino, en el que sólo ocurre una reingeniería social, o quizá la gentrificación del ejercicio del poder, en la que la imagen pública equivale a la fachada y rehabilitación ornamental de los espacios urbanos deteriorados y degradados como consecuencia de las políticas públicas.
El problema serio e irreversible de la imagen pública del actual gobierno, es que, para no reconocerse en su origen y pasado, decidió usar material de demolición para hacer un edificio pretendidamente nuevo, aunque más caro. Pregunten, si no, a los arquitectos el precio de ese material de construcción.
El dilema es otro, es mayor, permanece en la historia, en las artes, de entre ellas notoriamente en la pintura y el muralismo del siglo XX, expuesta para quien desee verla y aprender, pero les da flojera, porque eso es de fifís.
El tema no es nuevo ni local. Haruki Murakami lo describe así en su última novela: “Miro atrás y me doy cuenta de que la vida es un misterio insondable. Está llena de casualidades, de cambios de rumbo tan repentinos e increíbles como retorcidos e impensables; y cuando suceden, no apreciamos, sin embargo, ningún misterio en ellos. En el curso de nuestra vida diaria sólo nos parecen una sucesión de acontecimientos normales, más o menos coherentes con poco o nada de excepcional”.
Y así es, han trasladado la muerte violenta de las calles, a la violencia de la muerte en los centros de salud del Estado, porque en los nosocomios no hay balazos, pero tampoco medicamentos, ni camas, ni manos hábiles ni voluntad para sanar a los enfermos, lo que permea es el hastío porque todo sigue igual, a pesar de tanta promesa.
La presencia de la muerte como un suceso normal y cotidiano, en el que no queda espacio para darle su valor moral, puesto que la autoridad del Estado hace mucho dejó de estar presente.
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