CUENTO
El sol se empezaba a ocultar cuando aquel humilde campesino supo que ya era hora para que regresara a su casa. Antes de abandonar el lugar, abarcando con su mirada todo su terreno, se sintió muy satisfecho de su faena, y también de sus elotes, que iban creciendo hermosamente sobre la tierra roja.
Su parcela quedaba a varios kilómetros de su casa. Ahora, mientras pedaleaba su bicicleta, el campesino no dejaba de pensar en las dos personas que seguramente estarían esperándolo para cenar. Mientras pedaleaba, su mente repasaba los pendientes del siguiente día. “Mañana, ¿qué fecha es?”, se preguntó…
La tarde había empezado a refrescar. Conforme avanzaba, el hombre iba contemplando los arboles de mango y las demás plantaciones de elotes y verduras de otros campesinos, que también vivían en el mismo pueblo que él. “¿Qué sería de nosotros los pobres sin toda esta tierra?”, reflexionó. “La tierra es el único sustento que tenemos”. “En un país como este…” “No”, pensó con ímpetu el campesino. “¡No debería seguir pensando en los de nuestra condición!…”
Un rato después, cuando empezó a descender aquel cerro, apartó los pies de los pedales. Mientras las llantas rodaban por su propia tracción, y mientras sus pies colgaban unos centímetros arriba del suelo, el campesino recordó algo que lo llenó de una alegría inmensa. “Mañana”, recordó. “¡Mañana es su día!” “¡Ya casi lo olvidaba!”
El amor que su esposa le manifestaba bastaba para que él se sintiera un hombre muy rico. Y; cabe mencionar que su riqueza ¡nada tenía que ver con lo material o lo monetario, sino todo lo contrario: su riqueza tenía sus bases en lo espiritual y lo emocional! Por lo tanto, nadie más sino que él sabía lo inmensamente rico que era, sí, a pesar de las muchas carencias que a veces le tocaba padecer.
“¡Papi!”, gritó su hijita, cuando lo vio entrar en la casa. “¡Por fin llegaste!” El señor le sonrió a la niña. A continuación se acercó a ella, luego la alzó en brazos. “¿Cómo se ha portado mi bebé, mientras he estado ausente?”, preguntó el señor a su esposa. “Tu hija se ha portado como siempre: ¡de maravilla!”, le respondió la otra, llena de orgullo.
Un foco de luz amarilla iluminaba la humilde cocina. El campesino, su esposa y su pequeña hija comían alegremente. La mascota de la familia, un gatito de color amarillo ocre, permanecía bajo la mesa, con la cabeza alzada, en espera de que alguno de estos tres le aventase alguna migaja de pan…
Pasaron las horas y la noche otra vez volvió a ser día. Antes de que dieran las seis de la mañana, la esposa del campesino ya tenía listo el desayuno. Hoy era un día especial para Sara, su hija de cinco años. El festival de su graduación en el kínder se efectuaba hoy. Su padre le había prometido desde una semana atrás que este día él no iría a trabajar, y que además de quedarse a verla bailar, sería él mismo quien la llevaría en su bicicleta hasta la plaza principal del pueblo, que es donde se realizaría dicho evento.
Esa mañana hacía un clima maravilloso. El cielo estaba despejado, y no hacía tanto calor como siempre. La niña, completamente vestida, se sujetaba la crinolina de su falda con sus dos manitas. “¡Pareces una princesa!”, le dijo su padre, mientras ella se subía a la bicicleta. Sara, después de acomodarse en su sitio, sin soltar sus manos del manubrio, volteó a ver a su padre. Éste, al mirar su hermoso rostro, experimentó una dicha indecible en su corazón. “Vayamos ya”, dijo el orgulloso padre. La bicicleta entonces se puso en marcha.
La distancia que había de la casa del campesino hasta la plaza era de unas tres cuadras. Antes de dejar a su esposa, éste le dijo a ella: “Cariño, yo casi nunca me quedo en casa”. “Así que hoy ¡déjame estar con ella el mejor tiempo posible!” Comprendiéndole muy bien, la mujer no se opuso. Porque sabía que su esposo tenía razón: pocas veces podía permitirse el no ir a trabajar. Y hoy, ¡hoy su hijita se graduaba del kínder!
“¡Pedalea más rápido, papi!”, dijo la niña, con tono juguetón. “Hijita. Si acelero más, podríamos caernos”, le respondió su padre. “Además”, añadió, “ya estamos llegando”. Lo que el campesino decía era verdad. Un poco más hacia adelante podía verse ya el semáforo que, sujetado a una barra muy alta de acero, se mantenía apagado. Al verlo así, al campesino se le hizo muy extraño. “Y ahora, ¿cómo podré saber cuándo cruzar?”, se preguntó para sus adentros.
La unión de las dos avenidas principales formaba una especie de cruz en el centro. El campesino y su hijita se encontraban en el lado poniente. Y mientras él se esforzaba por mirar el semáforo situado hacia el lado norte, la niña permanecía quieta sobre su asiento. La fiesta daría inicio a las ocho y media. Todavía faltaban treinta minutos para eso.
“¿Qué pasa, papi? ¿Por qué no cruzamos?”, preguntó la niña instantes después. “Ya quiero ver a mis amigas”, dijo. “Ahora mismo cruzamos, hija”, le respondió su padre. La luz del semáforo del lado norte ya se había puesto en rojo. “Allí vamos”, dijo el campesino, al tiempo que su pie tocaba el pedal.
La bicicleta empezó a avanzar, muy lentamente. No había por qué correr. Aparte; al campesino siempre le había gustado ser muy precavido. Y ahora, con su hijita a su lado, era cuando más debía de serlo. Unos cincuenta metros más allá, al otro extremo de la calle, se empezaba a escuchar la música.
El campesino y su hijita se encontraban en el centro de la cruz, cuando entonces sucedió lo impensable. Al sentir el golpe, la niña gritó. Sus cuerpos salieron despedidos de la bicicleta. Su hijita y él habían sido embestidos por un vehículo que jamás vio venir por el lado norte. Tan confiado había estado de la luz, que jamás imaginó que algo así le fuese a pasar.
“Papito…”, balbuceó la pequeña. “¿Qué me ha sucedido?”, preguntó. La ambulancia avanzaba a toda velocidad rumbo a la ciudad. “Te pondrás bien”, le respondió su padre, llorando. “Papito…”, volvió a repetir la niña, para luego expirar. Mirando hacia el techo del vehículo, con los puños apretados, el campesino gritó: “¡DETENGAN YA EL VEHÍCULO!” “¡Mi pequeña ha muerto!
¡MI HIJITA HA MUERTO!” –Abrazado con todas sus fuerzas al cuerpo inerte de la pequeña, el pobre hombre se decía-. “¡¿Cómo voy a decírselo a su madre?!” “¡CÓMO!” El campesino sentía que la cabeza le daba vueltas, y que su corazón explotaría, debido a la impotencia que ahora había empezado a sacudirlo por dentro… “Sara, ¡mi pequeña! ¡¿Por qué tú?!”
Después de sucedido lo anterior, el campesino quedó completamente destrozado. Al sepelio de la niña acudió mucha gente. A su madre -que también había quedado muy devastada, tuvieron que sedarla, ya que no podía dejar de gritar y de comportarse como una desquiciada. “Lo mejor sería que no fuese al entierro”, le aconsejó el médico que la había atendido. “¡Pero si es su hija!
¡Cómo podría dejar de ir!”, pensó en responderle el campesino. Pero luego, analizando la condición de su esposa, supo que lo que el médico le había dicho era lo mejor para ella.
En los días que siguieron al entierro, el padre de la niña se las vio muy difíciles para reanudar su vida. Todas las mañanas, al despertarse, sentía que ya no tenía fuerzas para levantarse. Tener que ir a trabajar se le volvió una carga muy pesada. Antes, cuando su vida era normal, su trabajo siempre le supo a dicha, una dicha que –como él siempre había pensado- solamente los que amaban el trabajo arduo del campo podían comprender en su totalidad.
“¿Qué voy a hacer con ella?”, se preguntaba el campesino todas las mañanas, mientras se esforzaba por trabajar su tierra. Desde la muerte de su hija, la señora cayó en una depresión muy grande. “Ya no quiere hacer nada, ¡ni siquiera bañarse!”, observaba con dolor el campesino.
Meses más tarde la mamá de la niña moría en su cama, de pura tristeza. Cuando su esposo, al regresar de su parcela la vio, sintió todo su ser llenarse de ira. Corriendo a su lado, mientras lloraba y la abrazaba contra su pecho, juró que esta vez haría todo lo posible porque la muerte de su hijita no quedase impune…
El tiempo fue pasando y… Para este entonces ya todo el pueblo sabía quién era el que había chocado al campesino. Todos lo comentaban, pero nadie se atrevía a hacer nada para ir y reclamárselo personalmente. Le tenían mucho miedo, ya que era una persona muy poderosa. Se trataba nada más ni nada menos que del cacique-alcalde del pueblo, al cual todos sabían que era intocable.
La primera vez que el campesino trató de llegar hasta esta persona, fracasó. Y en la segunda y en la tercera, ¡también! Sus aliados o compinches siempre se lo impedían. Cuando el campesino reclamaba verlo, bloqueándole el paso, enseguida le decían un montón de excusas. “Hoy no ha venido a su oficina”, decían sus lambiscones. “¡Pero si yo mismo lo he visto entrar hace un rato!”, objetaba el pobre campesino. Después de seguir discutiendo con ellos por un buen rato, al verse derrotado una vez más, el campesino, moviendo su cabeza a manera de desaprobación, se daba la vuelta. Y sin más remedio regresaba a su casa.
Así se la pasó por mucho tiempo el papá de Sara: tratando de llegar hasta el cacique, tan sólo para reclamarle la injusticia que él había cometido: haber matado a una niña, mientras conducía en estado de ebriedad. Cómo era posible que no quisiera responderle o darle la cara. “¡Me las pagará!”, juró por fin, un día en que de nueva cuenta había ido a buscarlo. Su mente se había nublado por la furia. Y a partir de este instante, la personalidad del campesino se convirtió en otra.
El tiempo siguió su curso. El campesino también siguió con su vida; pero ahora, el recordatorio de un algo le infundía ánimos a su espíritu marchito. Porque solamente tramando sus planes de venganza podía mantenerse en pie, y de manera ecuánime ante todo su realidad. Su esposa, que había muerto de tristeza, sería honrada, al igual que la memoria de su pequeña hija.
“Ojo por ojo”, reflexionó el campesino mientras observaba aquel desfile. “Así será”. Para este entonces ya habían pasado más de dos años desde la muerte de Sara. Era de mañana. El cacique y sus compinches se encontraban celebrando su triunfo más reciente en las elecciones. De nueva cuenta se habían salido con las suyas, comprando votos y manipulando las conciencias de la gente más pobre con unas míseras despensas. El campesino los miraba desde una distancia prudente. El cacique y su gente seguían marchando por la calle, sobre aquella misma calle donde el cuerpo de Sara había sido herido. “Ojo por ojo”, volvió a pensar el campesino, para luego retirarse a su casa. “Esperaré”, se dijo, mientras iba andando. “¡Esperaré!” Y así lo hizo.
Medio año más pasó. Ahora, parado junto a la pared, el campesino esperaba pacientemente el momento indicado. Junto a sus pies se encontraba su jupa, una especie de bolsa de fibras de nailon que los campesinos suelen utilizar para guardar sus cosas. Adentro, solamente él sabía lo que llevaba. Este día los tres semáforos del pueblo funcionaban de maravilla. La escena parecía irreal: un pequeño pueblo con semáforo…
El campesino esperó y esperó, sin inmutarse por las personas que se le quedan viéndolo cuando cruzaban junto a él. Un rato después, al escuchar el tercer repique de las campanas, supo que habían dado las nueve. Mirando un poco hacia lo lejos, el campesino por fin vio asomarse el vehículo que seguramente traía a su objetivo. Todo el pueblo lo sabía: que el día de hoy se casaba por la iglesia la hija del cacique. La joven también era hija única.
Desde su lugar, el campesino vio descender a la novia de la limusina de color negro. Cuando la joven estuvo afuera, su padre le tomó su mano. Y entonces ambos empezaron a caminar muy despacio. La primera entrada de la iglesia tenía una rampa, pero a los costados de ésta también había unas escaleras, destinadas para todo aquel al que se le dificultase subir por la superficie lisa. “¡Qué preciosa estás!”, le susurró el padre a su hija mientras ascendían por la parte lisa. Al llegar arriba, donde comenzaba un pasillo que llevaba hasta la entrada principal de la iglesia, la novia, deteniéndose un instante, vio a la muchedumbre que la esperaba. “Continuemos”, le dijo el cacique a su hija, después de verla suspirar. Ella, levantándose con su mano izquierda las orillas de su vestido, accedió muy sonriente.
A unos treinta metros de los invitados, se encontraba uno de los muchos empleados del cacique. Con la ayuda de su cigarro encendía voladores (cohetes), que -al instante de estallar en el aire- producían un ruido muy fuerte. “Boom” Instantes más tarde, la limusina con adornos de boda, para no estorbar la entrada, se retiró de allí, despejándole así la vista al campesino. Éste, analizando su estrategia, ya se había acercado un poco más. Guardado detrás del tronco de un árbol, observaba la manera en que el cacique y su hija avanzaban. Y, cuando aún les faltaba unos escasos veinte metros para llegar hasta los invitados, el campesino dijo: “Esto va por ti, mi pequeño ángel”. “Y también por ti, esposa mía”.
Antes de que el remordimiento de conciencia le ganase, con mucha rapidez metió la mano en su jupa. Luego de sacar los dos pedazos de su escopeta, las ensambló muy rápido. Con la misma velocidad de lo anterior, continuó con lo siguiente: las balas. Teniéndola ya cargada, la alzó. Después se colocó la mira en su ojo derecho. Luego, apuntando hacia la espalda de la novia, apretó el gatillo. La joven, al sentir el impacto del proyectil, emitió un “ahhh”. Su cuerpo se doblegó un tanto hacia adelante. Su padre, que no había logrado percibir aquello, siguió sonriendo. Los invitados, confundidos por los ruidos de los voladores, jamás se dieron cuenta de que a la novia la habían disparado.
“¡Nooooo!”, gritó el cacique cuando vio que a su hija le salía sangre de la boca. “¡Nooooo!” El campesino, que permanecía en su sitio, dejó caer el arma. Los compinches del cacique corrían ahora hacia él para aprehenderlo. “Ojo por ojo, y diente por diente”, pronunció el campesino. “No era tu culpa morir, muchacha”, siguió diciendo. “Siento mucho el haber tenido que matarte. Pero era justo y necesario que tu padre sintiera ¡lo mismo que yo he sentido desde que vi morir frente a mis ojos a mi única hija!…
Los amigos del cacique se encontraban ya a pocos metros del campesino, cuando entonces lo vieron levantar su arma otra vez. Al verlo hacer esto, ellos, que eran seis en total, y que este día iban desarmados, se detuvieron en seco. “¡Maldito loco!”, vociferaron. “¡Lo pagarás!”, dijeron. El campesino rió al escucharlos. Mirando en sus rostros el miedo, casi y sintió compasión por ellos. “¡Nos va a disparar!”, gritaban los compinches del cacique. El campesino en efecto los apuntaba con su escopeta. Y así se mantuvo por varios minutos, que a ellos les pareció horas enteras. Éstos solamente miraban aterrados el dedo del campesino colocado sobre el gatillo. El sudor sobre sus rostros denotaba lo que estaban sintiendo. El campesino disfrutaba verlos así. Posteriormente, cuando creyeron que por fin apretaría el gatillo, lo vieron darle la vuelta al arma. El cañón entonces quedó frente a su rostro. Luego, acercándolo lentamente hacia su boca, riéndose una última vez más de los miedosos, el campesino dijo: “¡Ya no tengo nada más por qué vivir!”. A continuación se escuchó la detonación del arma. Los invitados de la boda gritaron. El campesino finalmente había acabado con su soledad y su sufrimiento.
FIN.
Anthony Smart
Junio/11/2019