MOISÉS SÁNCHEZ LIMÓN
Cuando a partir del amanecer del 11 de septiembre de 1971 comenzó a reunirse un nutrido grupo de jóvenes convocado a un festival que en principio se organizó como un rally amenizado por un grupo de rock, denominado Rock y Ruedas, en el gobierno echeverrista se cruzaron de brazos sin preocupación alguna.
Pero, al anochecer de ese día y, sobre todo, el 12 de septiembre en que la riada de muchachos, jóvenes que invocaban al peace and love y seguían la ruta hippie de los pantalones acampanados y el pelo largo, desinhibidos, llenaron la ruta que llevaba a Valle de Bravo y seguía cinco kilómetros adelante hasta un llano en Avándaro, entonces los servicios de inteligencia de la Dirección Federal de Seguridad y de la Secretaría de Gobernación se preocuparon.
Estaba fresca la herida, ésta de la masacre del jueves de Corpus, 10 de junio de ese año, en la zona del Casco de Santo Tomás y especialmente en las inmediaciones de la Escuela Normal de Maestros, donde el grupo paramilitar conocido como Los Halcones disparó y arremetió con varas de kendo contra la columna de estudiantes universitarios y politécnicos, esencialmente, que marchaban rumbo al Zócalo de la capital en demanda de respeto a la autonomía de la Universidad Autónoma de Nuevo León, entre otras exigencias como la asignación de presupuesto de 12 por ciento del Producto Interno Bruto a la educación, que estudiantes y maestros controlaran el gasto de las universidades, amén de la libertad de presos políticos.
“El Halconazo”, así se denominó a ese operativo represivo que cobró la vida de un número no determinado de estudiantes; información reciente alude a más de un centenar.
El hecho fue que el gobierno de Luis Echeverría olvidó su oferta de campaña de amnistía, de no represión al libre pensamiento universitario y la libre reunión ni perseguir a estudiantes activistas, que en esos tiempos prácticamente era la inmensa mayoría de estudiantes incluso desde el nivel secundaria.
La movilización del Jueves de Corpus, 10 de junio de 1971 provocó que Echeverría Álvarez diera un manotazo sobre la mesa y dispusiera atajar esta pavesa derivada del 2 de octubre de 1968 y que amagaba con generar un incendio antes que derivar en ceniza.
Y, con los oficiosos apoyos del entonces jefe del Departamento del Distrito Federal, Alonso Martínez Domínguez, dispuso de esa represión. Alfonso luego fue premiado con la gubernatura del estado de Nuevo León por su despido de la regencia bajo la acusación de haber dispuesto el operativo de Los Halcones para reprimir a la marcha estudiantil.
Y usted dirá qué diablos tiene que ver el festival de Avándaro con la represión del 10 de junio. Simple pero maquiavélico y consecuencia de los fantasmas que perseguían y sin duda persiguen al licenciado Luis Echeverría Álvarez, el temor a un nuevo movimiento estudiantil que, con la experiencia vivida tres años antes y el retorno del destierro de las cabezas intelectuales del Movimiento del 68, creciera tanto que incendiara al país y lo llevara al cadalso.
Por eso, conocida la información de que sin partido, líder o sigla alguna se hubiesen reunido más de 250 mil jóvenes para disfrutar del rock, se echó a andar la maquinaria del desprestigio, bien conocida y ejercida en campaña por el Partido Revolucionario Institucional, contra estos jóvenes acusándolos de haber participado en una orgia de rock y drogas, la bacanal de sexo y marihuana.
En fin, la propaganda negativa que utilizó a influyentes columnistas y comentaristas en periódicos, radio y televisión para satanizar a los jóvenes y apoyar la decisión de cerrar los cafés cantantes y prohibir, so riesgo de prisión, cualquier reunión de jóvenes en la vía pública, aunque ello provocó la proliferación de las tocadas en la calle, por supuesto en las zonas populares.
El estilo priista de sofocar descontentos, de cooptar voluntades, de operar tareas anti insurgentes, el manejo de la información subliminal en los medios masivos logró apagar esos ánimos rocanroleros que amagaban –dicen que el que con leche se quema hasta al jocoque le sopla—con convertirse en verdaderos focos de inconformidad.
La inconformidad es histórica. Nada nuevo, verdad de Perogrullo; por eso no sorprende cómo personajes que políticamente nacieron de esos ayeres bajo el amparo del echeverrismo hoy proceden con los mismos instrumentos de propaganda para desbrozar su camino en el poder y echan la culpa al pasado, a los malos de la película.
Bueno, fue una práctica que tampoco sorprendía, ésa de aplicar la ley, hacer justicia en los bueyes del compadre y meter a prisión a alguno de los más emblemáticos colaboradores del Presidente anterior, aunque hoy el licenciado López Obrador apenas otea ese escenario con Emilio Lozoya Austin pero deja a salvo a su antecesor Enrique Peña Nieto.
¡Ah!, pero no deja de ver hacia el pasado y culpar de todo, absolutamente todo, no sólo a Peña Nieto, se va hasta el periodo de Miguel de la Madrid, nacencia del neoliberalismo y, en la medida en que busca avanzar en su persona y voluntarista forma de gobernar, de lo que no prospera culpa al viejo estilo priista, a lo que hicieron los malos gobiernos incluidos los dos del PAN en la Presidencia.
Por eso, el presidente López Obrador dispuso la operación que, desde sus tiempos como jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal, descalifica al opositor, al que demanda su renuncia, a los grupos y personajes que no comulgan con su gobierno, sus disposiciones y caprichos, desplantes ilegales, decisiones que van contra el mandato constitucional.
Los ha llamado pirrurris y fifís, en ese enfatizar las clases sociales. Por eso la descalificación hacia las dos movilizaciones sociales, sin siglas ni nombres personales, de ciudadanos que en lo que va de su gestión demandan su salida, que renuncie, es decir, pida licencia al cargo.
Si las cifras fueran reales y su bono democrático no se desgastara como se desgasta, si sus decisiones no hubiesen perjudicado ya a millones de mexicanos que viven en la zozobra y observan el cierre de fuentes de trabajo, no habría razón para descalificar a la movilización, por ejemplo, del domingo último en varias ciudades capitales, mofándose mediante sus youtubers del número de participantes.
Andrés Manuel López Obrador, más que abrevar en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en esos días de la década de los 70, andaba en Tabasco pegado a sus principios priistas, apoyado por personajes como Ignacio Ovalle Fernández, quien fuera secretario particular del entonces presidente Luis Echeverría Álvarez.
Sí, en efecto, en el echeverrismo hubo gobierno, hubo desarrollo, se creó el Infonavit, por citar un logro, pero no dejó de perseguirse a la oposición. Fue la praxis del estilo priista, hoy el viejo estilo priista al que López Obrador responsabiliza de los malos gobiernos, pero del que aprendió sobradamente. Su ascenso en la política fue, ha sido, de la mano de viejos priistas.
¿Investigamos? Sígale de cerca y encontrará esas coincidencias con ese pasado tricolor que insiste en combatir y denostar pero a cada paso imita. Conste.
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