La vida como es…
De Octavio Raziel
Dedico esta columna a Don Silvino Mora Llamas, socio íntegro de la brigada de rescate del Socorro Alpino de México, y a quien agradezco su amistad con la que me honra desde hace muchos años.
Qué recuerdos. Más de una década pertenecí a la brigada de rescate del SAM que cada fin de semana acudíamos a la denominada sierra Iztac-Popo. Mis rutas preferidas eran las de la Iztaccíhuatl, montaña que presenta los mayores retos.
Los patrullajes de esa organización altruista, sin más apoyo económico que las aportaciones de los propios voluntarios, me permitieron algunas interesantes experiencias.
En mis aventuras, descendí un par de veces al fondo del cráter del volcán Popocatépetl, cuando aún tenía pequeñas lagunas de agua con azufre, y en las paredes había grietas que silbaban (las “silbadoras” les decían) cuando salían los gases y cuyo olor envidiarían los mismos infiernos. En el filo del cráter estaba una base de madera, que fue de un malacate utilizado para bajar a las personas que extraían el azufre del fondo.
Ya desde entonces se observaba la “contaminación térmica” (así la bauticé) que diluía con rapidez la nieve eterna e impedía que las arenas de los labios del cráter tuvieran consistencia.
Muchas historias se bordaron alrededor de los patrullajes realizados por las diferentes rutas de ese volcán, ahora inaccesible.
Hubo varios suicidas que se nos colaban y subían hasta la Torre de Nexpayantla, un promontorio de piedra con una pared de poco más de 350 metros en vertical. De dos recuerdos su muerte: uno dejó su carta póstuma junto a una roca y en otro acomodado junto al precipicio un par de zapatos; y dentro de uno de ellos su justificación.
En las faldas nevadas de la Iztaccíhuatl apareció un día un piolet que sobresalía en lo blanco del paisaje. Al retirarlo de la nieve se vino con un guante, dejando al descubierto la mano de un montañista. Quién sabe desde hacía cuantos años había muerto. Supusimos que un alud lo sepultó y, después de muchos años de moverse el glaciar, apareció así, de pronto, esperando a que nuestra patrulla lo encontrara.
Con su sirena sobre el techo y su viejo motor V-8 GM que tenía que ser revisado después de cada servicio a donde había emergencias, Gurrumina portaba aún su porta camillas de madera de la II Guerra Mundial y una pintura roja en el exterior con el escudo azul sobre fondo blanco y la leyenda “Socorro Alpino de México”.
Hubo de todo. Parejitas que buscaban lo discreto del bosque pero que no encontraban el camino de regreso al refugio; grupos de inexpertos que teníamos que perseguirlos, literalmente, hasta pueblos cercanos a Cholula. Con viento, niebla, nieve, aguaceros, Gurrumina estaba lista. Fuimos testigos de bodas en lo alto de la montaña, así como de “bautizos” con nieve a los novatos y de multitudinarios ascensos cada Día de la Raza con la Fiesta de las Naciones en la orilla del cráter del Popocatépetl. Nuestra ambulancia también nos esperaba mientras cenábamos en Amecameca o en Tlalmanalco, antes de la subida según donde tuviéramos el servicio.
Mis responsabilidades con el periodismo aumentaron y me aleje del viejo cacharro que tanto quería; así como de mi amigo Silvino Mora, su fiel chofer y patrullero a la vez.
Un día llegó la nueva ambulancia y a la Gurrumina le perdí la pista.