Por Aurelio Contreras Moreno
No hubo sorpresas. Como era más que previsible, el primer informe de gobierno (porque los otros dos que quieren incluir en su mañosa cuenta fueron mítines) del presidente Andrés Manuel López Obrador dibujó el país que él quiere ver.
Quizás el único atisbo de autocrítica durante el mensaje pronunciado ante un grupo de invitados especiales en Palacio Nacional –al igual que hacían Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, en lugar de acudir a dialogar con el Congreso de la Unión- fue cuando admitió que “no son buenos los resultados en cuanto a la diminución de la incidencia delictiva en el país”, problema que aseguró “está atendiéndose” y que “constituye nuestro principal desafío”.
Y vaya que sí. Los propios datos del informe en su anexo estadístico así lo dejan ver. Al corte del 30 de junio de 2019, se registraron 52 mil 250 delitos del fuero federal y un millón cuatro mil 212 del fuero común en todo el país. En el segundo caso, fueron contabilizadas 162 mil 731 víctimas, aunque a la hora de presentar los datos sobre defunciones por homicidio, se omitieron los correspondientes a este año y solo se incluyeron los de 2017 y 2018.
Empero, al acudir al Sistema Nacional de Seguridad Pública, se constató la cifra que deliberadamente no se mencionó en el informe: de diciembre a julio se cometieron 19 mil 642 homicidios dolosos en el país, superando los números de las tres administraciones federales anteriores en comparación con el mismo periodo: el de arranque de sexenio.
Es pues evidente que si en un tema el gobierno de la llamada “cuarta transformación” no ha dado resultados –aunque sin duda no es el único-, es en el del combate a la delincuencia y la inseguridad.
Como es sabido, unos días antes de presentar su informe, diversos hechos de violencia azotaron diferentes regiones del país, siendo la masacre en un bar de Coatzacoalcos -por la que hasta el momento han muerto 30 personas que no le merecieron al presidente la mínima expresión de condolencia- el más estridente y salvaje de estos actos, que no son más que desafíos directos al Estado mexicano, incapaz hasta el momento de enfrentarlos. O quizás, más bien maniatado por un mandatario cuya estrategia en la materia da qué pensar.
En su mensaje de la mañana de este domingo, López Obrador afirmó que “ni el Ejército ni la Marina se han utilizado ni se utilizarán para reprimir al pueblo. Se terminó la guerra de exterminio contra la llamada delincuencia organizada”, lo que hace sentido con lo que le respondió días atrás a un ciudadano desesperado por la violencia en su comunidad, que le cuestionó si el narco es “pueblo” como para que no se luche en su contra con toda la fuerza del Estado, a lo que el presidente respondió que “sí, es pueblo. Todos son seres humanos”.
Con lo que esta actitud no hace sentido es con el deber de la autoridad de combatir a los delincuentes. En los hechos, el titular del Poder Ejecutivo de la Nación está siendo omiso en una de sus obligaciones básicas, que es la de garantizar la integridad física y patrimonial de los gobernados, así como la de brindar seguridad y paz. Y definitivamente, a los criminales les importa un carajo su discurso de pastor evangélico que los llama a “portarse bien”. ¿Va a “pacificar” al país dejando hacer y dejando pasar a los criminales? Es una pregunta que flota en el ambiente.
Pero como siempre, y como sucede también en cuanto a la economía, la educación, el empleo, la salud y hasta la felicidad de los mexicanos, López Obrador tiene otros datos.
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