CUENTO
Downy ya llevaba más de dos horas sentado en aquella banca. Su mirada, todo este tiempo, solamente la había mantenido fija sobre la nada. Sin mover ni un poco su cabeza, quién sabe en qué es estaría pensando…
Pasado un rato, sacando el teléfono de su bolsillo, miró la hora. Al ver que ya habían dado más de las cuatro, enseguida supo que ella en cualquier momento se asomaría. Arrastrando su silla de ruedas, la seguiría con la mirada.
Este joven no tenía familia, y tampoco amigos. En el día solamente se dedicaba a vagar, y en las noches; de noche hacía lo que venía siendo su modo de vida. Downy, que hacía ya mucho tiempo que había dejado de tenerle gusto a la vida, se contentaba con tener una manera para ganarse el sustento de algo que él detestaba.
Sentado bajo la sombra de aquel árbol, el joven solamente vio a la mujer aparecerse a eso de las cinco. “¿Por qué hoy vienes tarde?”, le preguntó, mientras sus ojos seguían cada paso que ella daba. La mujer empujaba con todas sus fuerzas aquella silla de ruedas.
“¡Ya me cansé! ¿Por qué no te has muerto todavía?” Como todos los demás días, Downy había empezado a jugar aquel juego en el que imaginaba a la mujer discutir con su padre por lo que él representaba para ella. “Ya me cansé de bañarte y de vestirte. ¿Qué sigues esperando para morirte?” Luego de emitir una risita, el joven sintió un poco de compasión por ella.
Downy no siempre se llamó así. Su nombre legal era uno muy común y corriente. En su acta de nacimiento decía: “Juan Roberto”. Años después sería un cliente quien le daría su nuevo nombre. El joven, quien hasta entonces se había llamado así, después de hacerle un trabajo a esa mujer, la escucharía explicarle el significado de lo que debía ser su nombre real.
Había sucedido una noche en que, sentado frente a ella, Juan Roberto tomaba la taza de café que, después de mucha insistencia por parte de su cliente, había terminado aceptando. “Acompáñame, ¿sí?”, había pedido la mujer, haciendo una mueca de tristeza. El joven, al que no le gustaba la gente, recordando al niño con daño cerebral que minutos antes había asesinado dándole leche envenenada en un biberón, sintió pena por su madre que ahora lo invitaba a quedarse un rato más.
Media hora después, Juan Roberto dijo que ya se iba. La mujer, al ver que él se levantaba, rápidamente se le acercó. Mirándolo directamente hacia los ojos, le dijo: “¿Sabes una cosa? Ese nombre que tú tienes, ¡no te queda!”
Juan Roberto evitaba mirarla. Ella, al ver que él no se movía, continuó diciéndole: “En vez de ese nombre tan aburrido que tienes -hizo una pausa. Colocándose un dedo sobre la sien, empezó a darse golpecitos. “¡No se me ocurre nada!”, dijo, para luego darle la espalda al joven e irse a la cocina.
Desde su lugar, el joven vio a la mujer verter en su taza algo que seguramente era alcohol. “Pobre niño”, pensó Juan Roberto. “De haber nacido sano, su madre de todas formas habría terminado atrofiándole el cerebro”. Aprovechando que ella estaba ahora como loca, dando vueltas alrededor de la cocina, el joven se puso a guardar en su bolsillo el dinero que ella le había pagado.
Sus dedos acomodaban los billetes de su trabajo realizado, cuando entonces escuchó a la mujer decir: “¡Lo tengo! ¡Eso es! ¡Ya sé cómo te llamarás!” Alzando la mirada, Juan Roberto la vio venir otra vez hacia él. “De ahora en adelante te llamarás DOW-NY”, dijo la mujer, con rostro emocionado. “¿Sabes por qué?”
Juan Roberto respondió que “no”. “¿De verdad no lo sabes?”, preguntó la mujer, con todo de decepción. “¡Qué pena!”, exclamó, para enseguida ponerse a dar vueltas a su alrededor. “Me sorprende ver que un joven tan inteligente como tú no haya podido encontrar el por qué”, dijo. “Y si la mato también a ella”, pensó el joven, mientras la miraba girar y girar a su alrededor.
Para este entonces Juan Roberto ya se había empezado a cansar por estar de pie. “DOW-NY”, dijo la mujer, cuando de repente se detuvo frente a él. “Te llamarás así, porque eso es lo que tú haces”. Su rostro lo había acercado mucho al del joven. Éste, al estar así, sintió asco de su aliento alcohólico. “Pobre niño”, volvió a pensar Juan Roberto. “Ahora puedo entender por qué nació así”. Colocándole un dedo en la barbilla, la mujer movió su rostro para que él la escuchase. “Suavizas la carga de los demás”, le dijo. “Si comprendes, ¿verdad?” Juan Roberto no le respondió nada. La mujer otra vez se fue a la cocina. Aprovechando esto, el joven abandonó rápidamente este lugar.
Instantes después, mientras iba andando, Juan Roberto se puso a pensar en lo que ella le había dicho. “Es verdad”, reflexionó. “Eso es lo que he hecho todos estos años”. Mirando hacia lo lejos, parado en medio de la calle, el joven se puso a recordar el día en que, estando muy deprimido, se le había ocurrido hacer algo que solamente alguien como él haría.
Sintiéndose molesto con la vida y con su realidad fue que a él se le había ocurrido una macabra idea. En su interior pensaba que solamente haciendo algo así podría librarse un poco de todo aquello que lo agobiaba. Publicar algo así internet le haría sentir de que se desquitaba un poco por lo mal que la vida lo había tratado.
Acudiendo a un sitio que rentaba maquinas por horas, el joven, sentándose en un rincón, se puso a redactar un anuncio que decía: “Señor, señora. ¿Está cansad@ de lidiar con su carga, llámese a esta: padre, madre, espos@, hijos, vecinos o lo que sea, y quiere deshacerse de ello? ¡Yo soy la solución! Todo lo que usted tiene que hacer es llamar a mi número, o escribirme a mi correo. Y con gusto acudiré a su auxilio. Trabajo totalmente garantizado”. Al final, presionar una tecla fue todo lo que el joven tuvo que hacer para que el anuncio quedase publicado en el internet.
Unos días después, Juan Roberto, que ya se había olvidado del anuncio, recibió su primera solicitud. El correo decía: “Hola. Le escribo, ya que tengo un marido que por muchos años me ha golpeado, así que ya no lo soporto y quisiera deshacerme de él. Todos los días llega borracho a casa. Espero su respuesta. Si esta noche está disponible, puede venir hoy mismo”. Abajo decía la dirección del lugar.
Esa vez, la cual sería la primera de muchas, al joven no le costó mucho trabajo exterminar al marido de aquella mujer. Con la ayuda de un pedazo de cable, Juan Roberto le había puesto un final al sufrimiento de aquella pobre señora. Ésta, al verse libraba de su pesada carga, llorando y sonriendo al mismo tiempo, se le acercó al joven para depositar en sus manos un fajo de billetes. “Gracias, ¡muchas Gracias”, le dijo.
Debían de ser como las diez cuando el joven finalmente llegó a la plaza. Mirando por todas partes, no supo si quedarse un rato, o irse de una vez a su casa. Parado bajo la luz de un poste, Juan Roberto se puso a contemplar la soledad de las calles. “Downy”, pronunció, para tratar de romper su propio silencio. “DOW-NY”. El nombre sonaba bien. Lo más importante era que le gustaba. “Esa loca tenía razón”, pensó Juan Roberto al momento de sentarse. “A partir de esta noche mi nombre será Downy, El Suavizante”.
A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Downy se despertó. Había dormido bien, pero a pesar de esto se sentía muy cansado. “Es la depresión”, pensó. Poniéndose de pie con mucho esfuerzo, no supo qué era lo que hoy haría. Su último trabajo realizado podía permitirle “vivir” un mes holgadamente. Su conciencia ya se había acostumbrado al trabajo que realizaba. De no ser por su pasado tan doloroso, quién sabe qué sería él ahora.
“Hoy me quedaré encerrado todo el día”, se dijo un día Downy. Había pasado más de dos meses sin haber “trabajado”. El dinero no era problema. Él, que siempre había ganado mucho y gastado poco, se sentía idiota por ver que, a pesar de su mucho dinero, no podía sentirse contento. Tampoco podía disfrutarlo. Sobrevivir era todo lo que había hecho desde entonces, desde aquel día en el que su padre había acuchillando a su madre frente a él. Negándose a irse con uno de los muchos hombres a quienes su marido solía venderla, la mamá del joven había terminado sufriendo una muerte muy atroz. Esta escena traumaría a Downy para siempre.
Acercándose a las ventanas, Downy descolgó las telas que servían como cortina. Su casa entonces quedó completamente oscura. El joven suspiró al ver su entorno. Necesitaba recostarse un rato, ya que su cabeza le había empezado a doler un poco. Pero antes, yendo a la cocina, decidió que lo mejor sería tener junto a él un vaso lleno de coca-cola. “Maldita bebida”, pensó, mientras la tomaba. “¡Cómo alivia la mayoría de las veces!”
Pasado un rato, Downy sintió que su dolor aumentaba. Entonces se levantó y fue a su cuarto a buscar una aspirina, la cual tragó, sin agua. “Maldito dolor”, exclamó. Golpeándose la cabeza contra su sofá, sentía que el dolor lo desquiciaría. “Dormiré”, se dijo luego. Tratando de bloquear el dolor que sentía, hizo lo que debía. Masajeándose las sienes, intentó que la desesperación no le ganase. “Pasa, ¡pasa ya!”, empezó a decirse.
Más tarde, Downy, que había dormido unas cuantas horas, se despertó. Moviendo su cabeza, quiso comprobar si ésta aún le dolía. Para su suerte, el dolor ahora ya era algo leve. El joven estaba a punto de levantarse, cuando entonces escuchó que su teléfono empezaba a sonar. Buscándolo debajo del sofá, pensó que la persona que lo llamaba seguramente era alguien que requería de sus servicios. Al pegarse la bocina a la oreja, Downy supo que no estaba equivocado.
La voz al otro lado de la línea le dijo: “Hola. Necesito de tus servicios hoy mismo…” Downy, que no se sentía apto para “trabajar”, se disculpó diciendo que no podía. “Búsquese a alguien más”, dijo. “¿Eres tonto o qué?”, le respondió la voz del teléfono. “Por si no lo sabes, te lo diré. ¡No existe nadie más que haga lo que tú haces! Así que te espero hoy aquí en mi casa, a las seis en punto”.
Cinco minutos antes de la hora acordada, Downy golpeaba a la puerta de aquella casa. En su interior solamente pensaba en la carga que ahora debía de suavizar. “¿Quién será?”, se preguntó, mientras esperaba a que le viniesen a abrir. “¡Pasa!”, dijo la persona. Downy, mirándole las manos, supo que se trataba de una mujer. Sus labios eran delgados, y sus ojos, a pesar de la máscara que los ocultaba un poco, se notaban jóvenes.
“Y bien. ¿Cuál es la carga que hay que quitarte encima?”, preguntó Downy a la mujer. Ésta rió, y luego dijo: “Yo, soy misma soy la carga”. Mientras la miraba desatarse la máscara, Downy intentaba comprender lo que ella acababa de decir. “¿Acaso no sabes quién soy?”, preguntó la misma unos segundos después. Downy respondió que ni idea tenía. La mujer, para hacerla de emoción, lentamente fue sacándose la máscara de su cabeza. Al final, cuando su rostro quedó a la vista, Downy no pudo creer que fuese ella. “¡Tú!”, exclamó. “Sí, ¡Yo!”, replicó la mujer, quien por cierto era muy bella.
Esta persona era nada más ni nada menos que la antigua novia de Downy. Él, que alguna vez había estudiado el primer año de preparatoria, ya la había olvidado; o más bien había tratado de hacer con su recuerdo lo mismo que había hecho con todo su pasado: enterrarla en un lugar lejano de su memoria…
“Si no me matas ahora”, dijo, “iré con la policía para contarle todo lo que has hecho” Downy ya le había dicho que no. Su piel aún lucia lozana. Dándose cuenta de que el joven la miraba con detenimiento, le confesó: “Solamente es cuestión de unos meses para que el sida empiece mostrar sus primeros estragos sobre todo mi cuerpo. Por lo tanto, antes de que eso suceda, he decidido que no he de permitírselo”. “¡Mátame!, Juan Roberto”, imploró. Downy, al escuchar su antiguo nombre, sintió algo extraño. “No quiero que llegue el día en el que me tenga que ver como un desierto, toda seca y con los ojos hundidos”.
“¡No puedo hacerlo!”, respondió Downy otra vez. Mirando a su antigua novia, le dijo: “Si quieres matarte, tendrás que hacerlo tú misma”. La joven, con el rostro crispado, le respondió: “¡Creí que después de tanto tiempo habrías cambiado un poco, pero veo que no es así”. “¡Sigues siendo el mismo cobarde de siempre!”. “Piensa lo que se te dé la gana”, respondió Downy, “pero ya te ha dado mi respuesta”. “¡Me largo de aquí!”
Downy ya había dado unos pocos pasos, cuando ella entonces le gritó: “Da uno más ¡y te mueres!” El joven se detuvo al instante, pero no porque sintiese miedo, sino porque la muchacha le daba lastima. Segundos después sintió sobre su espalda algo que seguramente debía ser la punta de una pistola. “No tan rápido, noviecito mío”, le dijo la muchacha. “Primero mátame, y después podrás largarte de aquí”. “Haz conmigo lo que acostumbras hacer con todos tus demás clientes”. “¡Mátame!”
“¿Y qué pasa si no lo hago?”, preguntó Downy, volviéndose hacia ella. “¡Te mueres!”, respondió la joven. “¿No querrás que vuelva a matarte, o si?”, dijo, para enseguida empezar a reírse. Downy sabía perfectamente a lo que ella se refería. Todos estos años no había habido ni un solo día en el que él no lo haya recordado. Dos escenas dolorosas habían bastado para que él terminase odiando lo que se llamaba “vivir”. Su novia -la que ahora tenía frente a él-, un día, sin pensar en el dolor que pudiese causarle, se había escapado con otro. Sus compañeros de clase, al saberlo, no pararon de reírse de su desgracia. Esto es lo que terminaría por matar en vida al ahora “suavizante”.
“¿Cómo has estado, Juan Roberto?”, preguntó de manera burlona la muchacha. Downy, quien hacía ya mucho tiempo que había dejado de sentir, rió al escucharla. “No querrás saberlo”, le respondió a la joven. “Oh, vamos, ¡cuéntame!, pidió ella. “Dime, ¿acaso te sigo gustando?” “¡Apártate de mí, ramera!”, respondió Downy. “Ah, veo que te gusta la brusquedad”, respondió la joven. “Así me gustan los hombres. ¡Bruscos!” “¿Te gustaría hacer conmigo ahora lo que entonces no pudiste?”, preguntó, relamiéndose los labios.
“¡Cómo pudiste!”, le reclamó al fin el joven. “Yo te amaba de verdad”, le confesó. “He vuelto, ¡mírame!”, respondió la muchacha. “Ahora podemos ser felices, tú y yo. Como debió de haber sido hace muchos años”. “No sigas más, mujer mala”, respondió Downy. “Gracias a ti yo…” “Tú ¡¿qué?!”, quiso saber la joven. “Nada. Olvídalo. ¡Me voy!”, concluyó Downy. “Si te vas, ¡llamaré a la policía y le contaré todo lo que has hecho!”. “Por mí puedes llamar hasta a Dios, total que ya nada me importa”, respondió Downy.
“¡Juan Roberto!”, gritó la joven. ¡Regresa aquí!”, pidió. Downy se encontraba traspasando la puerta, cuando ella entonces disparó el arma. La bala atravesó el brazo derecho al joven. Downy para nada emitió quejido alguno. Hacía más de veinte años que había aprendido a vivir con dolores más peores que los que una bala podía causarle. La joven, al perderlo de vista, corrió hacia afuera. Parada en las escaleras, bajo la luz de luna, lo vio alejarse, como ella un día lo había hecho también. “¡Cobarde!”, gritó a su antiguo novio. Después, entrando a la casa otra vez, se colocó la pistola sobre el corazón para así entonces acabar con lo que le restaba de vida…
FIN.
Anthony Smart
Septiembre/09/2019